Relatos

1.- RANA
2.- CON LO GUAPO QUE ERA





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RANA



       Le pilló por sorpresa. Debió de ser así porque ella no podía sospechar nada. Se asustó con el saltó del batracio. Apenas abrió la puerta cuando saltó como una piedra catapultada desde el fondo. Luego se quedó parpadeando y mirándola desde la húmeda acera. Seguramente llovía y el negro cielo hacía parecer que la noche se acercaba, aunque apenas se cumplía el medio día. Desde hacia días llovía, por lo que aquellas apartadas calles de la orilla del río estarían desiertas. De modo que nadie vio nada, si exceptuamos un único testigo de ocasión: un gato que, sobresaltado por el salto de la rana, saltó a su vez bajo de un coche. Luego no vio más, pues al asomar curioso la nariz, le cayó desde el espejo retrovisor una gota de agua sobre el hocico y sintiéndose insultado se marchó. Del gato no sabemos nada. Pero el que si se supone que siga siendo el mismo es el coche, que mantiene las huellas claras de muchas lluvias en ese lugar. Recogimos algunas muestras. Los chicos del laboratorio han encontrado algunos pelos de gato, y distintas clases de mierda común.

       —¿Donde quedaron esos pelos?

       —Los tienen en el juzgado, van a ser presentados como prueba en la vista del jueves; la mierda también.

       —Continúe —ordenó el comisario.

       —Como decíamos la chica, al ver salir aquello de su casa, primero se asustó, y luego debió de pensar: ¡oh una rana, pobrecita! Era lógico, pues tras el susto lo que a su vista se ofrecía, mirándola con sorprendente desparpajo, no era sino una rana húmeda y gorda. El hecho no debió de extrañarla demasiado, porque desde hacia días llovía, y porque no demasiado lejos, si bien tampoco demasiado cerca, pasaba el oscuro río. Ella debería de haber pensado entonces en eso: en que hacía tiempo que ese sucio canal que atravesaba la ciudad no albergaba vida. Pero el hecho es que la rana estaba allí, parpadeando y mirándola pensativa. Era una rana formidable y, al principio, por su tamaño, estuvo a punto de tomarla por un sapo; pero en seguida vio que no. Sobre todo cuando al intentar esquivarla para entrar en su casa, la rana la miró, croó y tras de un par de gráciles saltitos, dio otro prodigiosamente largo y desapareció.

       —Suposiciones aparte Mínguez, vayamos a los hechos. —intervino el comisario.

       —Todo son hechos —replicó el agente Mínguez—, los diarios de ella son de vital importancia para el esclarecimiento del caso, en ellos se encuentran las claves, los porqués. También serán presentados el jueves como prueba.

       —Una intelectual.

       —En absoluto. Le gustaba leer y escribía un diario, pero era una chica sencilla. De pueblo venida a macarra, con un fondo neojipi y romántico que le resultó fatal. El piso estaba abarrotado de novelas de amor en ediciones baratas. Ya sabe: de las que se compran usadas, o se cambian en los quioscos. Aquel día, en el que comenzó todo, escribió en su diario:

“Será por fin el principio
Cuando llegues tú
Mientras tanto nada es nada
Yo tu ninfa enamorada
Tú mi príncipe encantado
Llena de luz mi morada
Vuelve hacia mí tu mirada
Sé tú mi príncipe azul.”

       —Tremendo —apostilló el comisario.

       —A mí me gusta —replicó Mínguez ofendido—. Por lo demás son datos.

       El comisario le miro irónico; conocía hacia tiempo la delicada sensibilidad de su subordinado. Mínguez siempre había sido rarito. Es más, todos en el cuerpo sospechaban que, en su tiempo libre, Mínguez escribía melancólicos versos. Con frecuencia desaparecía largos ratos en el servicio llevando su lapicero y su cuadernito de notas, y en más de una ocasión le habían sorprendido pensativo sobre unas garabateadas cuartillas que, de inmediato, había intentado esconder ruboroso. Por lo demás Mínguez demostraba ser un trabajador leal, y esa extraña debilidad suya, se soslayaba entre los compañeros sin más repercusiones que algún que otro comentario mordaz a sus espaldas. A fin de cuentas otros se esnifaban la droga requisada a los camellos; o cobraban substanciosas mordidas por protección y vista gorda en oscuros negocios. La cosa era así: la carne es débil; y el comisario, que se preciaba de ser como un padre para sus muchachos, haciendo gala de sutil psicología, toleraba todo esto como un mal menor, siempre que se cuidaran las formas y no trascendiera a las alturas, o lo que era peor, a la tan temida y  asquerosa prensa de la oposición.
Considerando una hábil estrategia el dar siempre la razón al contrario, cuando la ocasión lo permitiese, el comisario asintió:

       —Posiblemente no sea yo el juez más cualificado en cuestiones poéticas. Prosiga Mínguez.

       —Como decía —continuo Mínguez—, y por lo que se deduce de sus diarios, tras ese primer encuentro el batracio desapareció y los días se sucedieron con la acostumbrada rutina. La lluvia siguió cayendo y ella continuó cediendo ciegamente a sus rutinas.

       —¿A que se dedicaba? —interrumpió el comisario.

       —Había sido cajera en un pequeño supermercado de barrio, pero la despidieron. Problemas con el encargado: era conflictiva,  a las clientas no les gustaban sus modos. A mí entender no aguantaba mucho las idioteces de nadie. De allí pasó a limpiar casas un tiempo y luego, cada vez más de cuando en cuando, unas oficinas.  Tampoco salía mucho y no se conoce que por entonces tuviera amigos o amigas. Todos comentan que bebía. En los últimos tiempos no hacía nada. Los días los pasaba muertos en su casa, bebiendo ginebra y leyendo novelas de amor.

       —Y escribiendo al parecer —puntualizó el comisario, que ojeaba un grueso montón de cuartillas y cuadernos prolijamente garabateados.

       —Y escribiendo, efectivamente. Aunque por periodos sus anotaciones eran más bien sucintas. De aquellos días, cuando comenzaba todo, he destacado los siguientes fragmentos:


“Antes de ayer no era nada
Ayer sola y ahora tú
Soy tu nada enamorada.”
       Y otro día:

“Para ser
corazón
de melón
de melón, melón, melón
corazón
corazón
de melón
melón, melón”

       —¿Y bien?— inquirió extrañado el comisario.

       —Curioso ¿verdad? —respondió Mínguez—. Escuche este otro:

“Tres eran tres las hijas de Elena
Tres eran tres y ninguna era buena.
Tres eran tres, las metió en tres botijas
Las raspó con lija y las untó con pez.”

       Por un momento al comisario le pareció sentir como un ligero temblor en la voz de Mínguez, como una emoción contenida que amenazara en cualquier instante con estallar desbordándose en un caudal de lágrimas. Pero fue solamente un instante y Mínguez sobreponiéndose continuó.

       —Son datos. Todo son datos. Si se analizan detenidamente son preciosos datos. Durante un tiempo sus anotaciones siguieron este discurso bello y hermético. Existe un texto especialmente significativo; fue escrito el día trece a partir del encuentro con la rana y dice así:

“Allá en el arroyo
de la alta montaña
do solo anda el cierzo
y la tramontana
existe un molino
do habita un alma
que antaño fue prince
y ahora es una rana.

Su reino es el prado
su mar es la charca
y un viejo molino
cual castillo guarda

Salta rana mía
salta a mi ventana
que yo de otro salto
subiré a tu espalda.
Llévame de un salto
en tu grupa de plata
a reinar en tu reino
de prados y charcas.”

       Mínguez dedicó al comisario una lenta mirada inquisitiva, pero este no encontró mucho que decir.

       —Ya.

       —Lo sé —replicó Mínguez—, parece pueril y estúpido, pero es interesante, mucho más interesante de lo que aparenta a primera vista. De entrada parecen ser simples rimas infantiles, pero esconden mucho más que eso; hay un saber hacer inusual en una chica de pueblo aficionada a las novelas del corazón. No deja de extrañarnos su habilidad y conocimiento de la medida de los versos. En los versos tercero y sexto llega al uso de arcaísmos para conservar la métrica: “do solo anda el cierzo, do habita un alma”. Y no deja de ser curioso que sean precisamente el tercero y el sexto. ¿Porque no el segundo y el cuarto, o el primero y el quinto? Pero no: tercero y sexto. El tres y su múltiplo inmediato. Tengamos en cuenta que tres eran tres las hijas de Elena, y seria absurdo pensar que es un producto de la casualidad. Por el contrario, estoy convencido que existe una profunda relación en todo esto. Como si desde la intimidad de sus diarios, haciendo uso de una curiosa clave decimal, nos estuviera mandando un mensaje; una críptica y desesperada llamada de auxilio.

       El comisario abrió la boca en un vano intento de decir algo, pero Mínguez continuo rápido.

       —En el verso siete volvemos a encontrar licencia poética. Esta vez resulta ser el séptimo el número, seguramente inconscientemente elegido. Interesante también, porque veinticuatro, que son tres veces siete más tres, eran los santos padres evangélicos; y nos encontramos metidos de lleno en logias masónicas y significantes cabalísticos, pero todo eso es mucho suponer.

       El comisario, que había olvidado cerrar la boca, le escuchaba atónito. A cualquier otro agente le hubiera mandado a la mierda, pero hacia tiempo que había dejado de sorprenderse por los curiosos métodos de Mínguez. Tanto más en cuanto que, por lo absurdos que llegaban a ser sus caminos, las conclusiones, con frecuencia, resultaban casualmente brillantes. Mínguez continuó impertérrito

       —Lo más curioso es que sea precisamente éste, el séptimo verso, el más significativo de todos los cambios: prince por príncipe.
       En la clásica mitología infantil el príncipe cumple dos funciones esenciales: En primer lugar es lo esperado; aquel que con su llegada, despertándonos normalmente con un beso, (el contacto físico es requisito esencial), transforma nuestra anodina realidad en una vida de amor y lujo.

       —¿Insinúa que tenia un amante?

       Mínguez esbozo una amarga sonrisa —Efectivamente estaba la rana.

       —¡¿Pero que rana ni que ocho cuartos?! —explotó el comisario que comenzaba a perder la paciencia.

       —El príncipe. La rana —respondió sereno Mínguez—, su propio deseo en realidad,  su soledad, ella misma.

       —¡Se suicido! —sentenció el comisario tratando desesperadamente de dar un giro más práctico a la cosa.

       —Demasiado fácil —determinó Mínguez— Sería todo demasiado sencillo; pero tenemos indicios claros de que la tragedia no sucedió así. Ojala, todo hubiera sido tan sencillo. Pero volvamos al principio-príncipe-prince. Prince, ¿no es así como se llama un cantante de moda? Pero no; prince es príncipe, principio.

En su segunda forma de comportamiento en la literatura clásica, al príncipe, por el contrario, le toca hacer de rana. Apresado, mayormente por el oscuro sortilegio de un vil malvado, espera, viscoso batracio repulsivo, el beso de amor que le devuelva a su antigua realidad de bello-joven-rico-príncipe-heredero.

       ¡Pero atención! —y el comisario sobresaltado dio un respingo sobre su silla—, porque esa mutación no es la consecuencia final del beso; sino que vuelve a ser la transformación de la vida de la chica; que de pobre, triste, sola y huérfana en la mayoría de los casos, pasa a ser de nuevo protagonista de un feliz y ventajoso enlace matrimonial. Príncipe, principio. El amor en los cuentos de hadas. Finalmente la función es la misma en ambos casos. Así el príncipe se convierte en un signo de cambio. Con su llegada se cierra el ciclo de una realidad y comienza una nueva vida.
¿Era ella consciente de las advertencias contenidas en sus propias anotaciones o escribía, y cada vez más, como poseída, presa por la obsesión de ser víctima de un trágico destino?

       El comisario consideró oportuno no interrumpir la soberbia pausa dramática, cargada de emoción, que Mínguez tensaba; hasta que relajando, como quien permite que se desinfle un globo, continuó.

       —El caso es que volvió, que un día la rana estuvo de nuevo allí. Ella esta vez no se asusto al verla ni le pareció tan grande, simplemente allí estaba, en el rellano, verde y húmeda. Y le pareció lo más natural del mundo. En realidad llevaba días esperándola de modo que no hubo sorpresa.
Luego mientras introducía la llave y abría despacio la puerta para no espantarla, se avergonzó por la fuerza de su propio deseo,  al tiempo que sentía arder de rubor sus mejillas.
La rana entró de varios desdeñosos saltitos, como asentando, ya desde el principio, las bases de una futura convivencia. Ella entró a su vez y cerró despacio la puerta tras de sí. La rana no dio muestras de sentirse atrapada; es más, con deliberada parsimonia, inició un rítmico contoneo, con el que recorrió el centro de la estancia y luego, de un limpio salto, subió a la mesa y de allí, con otro salto formidable, a lo alto de un armario, sobre cuyo borde, con la cabeza asomada al vacío, se asentó con aparente indiferencia.
       No así ella, que al cerrar la puerta tras de sí, presentía estar abriendo las puertas de la fatalidad.

       Allí estaban. Solos. Encerrados. Atrapados. Era la primera vez. Ella y él. Sólo era una rana. Una rana vino una mañana por la ventana a meterse en su cama. Una rana color verde manzana. Del borde del armario, sobresaliendo la viscosa cabeza, la pupila extraña, la mirada fija. Es solo una rana. El pesado parpadeo, la sensación de estar desnuda, leída hasta lo más intimo de su deseo y su miedo. Luego, como un fotograma que por un momento detenido, recobrara movimiento, reaccionó —Es una rana. Pobrecita, tendrá hambre—. Y se encaminó a la cocina de donde salió, casi al instante, con un platito de leche que colocó cuidadosamente, no muy lejos de su alcance, sobre el techo del armario.
Con ello no hacía sino demostrar su desconocimiento en zoología elemental; porque, como todo el mundo sabe, las ranas no toman leche. Pero sorprendentemente ésta, dejando patente la curiosidad y rareza del mundo animal, se la bebió a rápidos minúsculos lametazos.

       —Mire Mínguez, me gustaría saber... —trató en vano de interrumpir el comisario.

       —Me limito a esclarecerle los hechos —atajó rápido Mínguez—. Si lo prefiere aquí tiene mi informe y los cuadernos de ella. Léalos y saque sus propias conclusiones — el comisario, con un acto reflejo, apartó de si el voluminoso montón de papeles escritos a maquina y cuadernos llenos de abigarrada escritura femenina—. En cualquier caso —puntualizó Mínguez de forma enigmática— supongo que no iba a enterarse de nada —y continuó antes de que el comisario pudiera reaccionar—. A partir de aquí los diarios se normalizan y adquieren durante un tiempo la forma de una dulce crónica familiar.

       “Ahora en casa somos dos, príncipe y yo. Le he llamado príncipe, porque es una rana muy guapa. A príncipe le gusta vivir aquí. Él es libre y podría marcharse de un salto por la ventana si quisiera. Pero yo le cuido bien y por eso prefiere quedarse conmigo. Su sitio favorito es encima del armario y allí le pongo siempre su leche. Le he comprado un plato especial para él. Es un cacharro muy bonito de cerámica blanca y está decorado, todo alrededor, por unas figurillas formando un corro cogidas de la mano en alegre baile. Creo que a príncipe le ha gustado bastante, aunque es difícil de saber, porque es muy reservado; pocas veces croa. Desde hace unos días le hago sopas en la leche con comida para tortugas. Le gusta porque se lo come todo. También le gusta tomar el sol en el alféizar de la ventana y aunque con frecuencia está abierta, nunca ha intentado escaparse. A veces mientras arreglo la casa, me sigue de un lado para otro como un patito, andando de una forma tan cómica que me hace reír. Otras cuando está contento, juega a saltar locamente de un mueble a otro. Al principio temía que pudiera fallar y caer al suelo; pero es muy preciso. Muchas veces cuando escribo, se encarama de un salto a la mesa y observa el cuaderno con tal atención, que parece que pudiera entender. Me encanta. Pero no le dejo leer muchas cosas. Eso le enfada y yo me divierto mucho viéndole enfadado. Se pone tan cómico. Pero lo que más me gusta es verle dormitar sobre la mesilla mientras leo por la noche, después de que los dos hayamos cenado.”

       —Aquellos fueron los días felices, apenas llegaron al mes, pero su recuerdo persistió siempre y resulto fatal, porque alentando la esperanza permitió a la situación progresar hacia una monstruosa locura. Pero entonces daba igual. Eran los tiempos felices. La suave tarde de otoño penetrando por los cristales, cubriéndole de color sobre el alféizar de la ventana, invadiendo todo, llenando la habitación con una luz de oro que parecía emanar de él mismo. Tiempos felices. En el trabajo la consumía la impaciencia y cuando sonaba la hora recogía a toda prisa sus cosas y volaba a su encuentro. Sólo estaba él. El mundo era él. Estar con él, sentir su presencia, cuidarle, atender a que nada le faltara. Y así, complacida en sus sentimientos, instalaba la rana en su vida, como una clave que paliando toda carencia asentara de un mazazo cualquier  inestabilidad anterior.



       ¿Y porque no? Otros tienen perritos o canarios de compañía ¿Quien no ha visto llorar a un niño por la muerte de una tortuga? ¿O de un ratón? ¿Porque no una rana? Le proporcionaba compañía, ocupación, responsabilidades, la hacía sentirse útil. En definitivas cuentas le proporcionaba esa dosis de autoestima, de la que al parecer estaba tan necesitada.

       Mínguez quedó en silencio y ocultó su rostro fingiendo ir a mirar por la ventana. Desde allí dijo con tono  grave. —Desde luego yo, no supe hacerlo. No tenía que haber sido así. Si hubiera sabido como... Pero no supe. Ni siquiera me di cuenta de nada. Quería ayudar… y ya ve. Para cagarla. Ni de lejos me acerqué a ella. Ahora me doy cuenta. Quería ser su amigo pero no supe hacerlo. No se por qué, pero no supe. Y ahora …..  ¡Que ironía!

       El comisario observó atónito como a Mínguez se le quebraba la voz en la garganta. Aquel caso, que en un principio parecía un claro suicidio de rutina, se había empeñado en complicarse; la obsesión de Mínguez por la opinión del forense, su insistencia en que no se cerrara la investigación, las absurdas pruebas, el estúpido diario de la chica, aquellas huellas mal borradas de sangre de batracio, y ahora el hecho, de que Mínguez, de alguna manera, parecía haber estado implicado con la víctima; todo ello unido a la ridícula seriedad, incluso mal contenida emoción, con la que venia a contarle aquella incoherente historia de príncipes y ranas comenzaba a aturdirle. ¿Que había pasado realmente en el veinticinco de la calle Street?

       —Pero todo a su debido tiempo—continuo Míngez.— El caso es que ella estaba sola y pasando un mal momento, y por muy absurdo que parezca, se avino a que una rana fuera la ilusión que llenara el vacío de su vida.
Se decidió a adoptarla. La cuidó, procurando que nada le faltara, la colmó de atenciones, se ocupo de ella como si se tratara de un niño; le proporcionaba las comidas que más le gustaban, limpiaba sus lugares más usados, humidificaba constantemente el aire con un vaporizador de plantas. Por primera vez en su vida, se sentía necesaria, responsable de alguien más que de sí misma, útil, hasta más guapa; pero lo que había comenzado como un juego se convirtió para ella en una trampa, y un día comprendió que lo amaba.





“Estas aquí, lo sé, lo siento
Siempre estamos  yo contigo y tú conmigo,
Somos uno siempre juntos tú y yo
Tan grande yo, tú tan pequeño
Y sin embargo yo tan pequeña y tú tan grande
Que es muy fácil estar siempre el uno junto al otro”

“Nunca te besaré
No he de romper tu hechizo
porque así te amo.
Te amo,
te amo,
te amo,
te amo tanto.
Amo tu fresca piel
sobre la mía ardiente.
Tu verde húmedo
sobre mi rojo vivo,
en un juego sin horas
ni palabras.
en un dialogo infinito
de silencios.
en un estar de tiempo
detenido.
Por eso nunca te besaré.”



       —Pero como es sabido por los cuentos de hadas y de amor, los buenos tiempos, a no ser al final feliz, nunca duran demasiado; y desgraciadamente tanto la vida, como los cuentos para adultos, suelen tener una marcada tendencia a la tragedia.

       Como acostumbra, la rutina y su terrible vacío se instalaron taimadamente, sin dejarse sentir. Y cuanto había sido estimulo se convirtió en trabajo y tiranía.
       Con el tiempo empezó a no poder soportar su cinismo, su cara dura, su brutal desprecio y falta de consideración.
       En un rincón de la estancia, por ejemplo, le había colocado un barreño grande con agua y había puesto, con todo su cariño, algunas piedras de río y un par de tablas de lavar la ropa, a modo de rampas de acceso de entrada y salida a la mini alberca, con el objeto principal de que pudiera escurrirse un poco al salir del barreño. El conjunto, que la dejara tan contenta al término de su instalación, había resultado a la larga motivo de constantes disputas. Él, mal intencionadamente, entraba al barreño sin usar la rampa, provocando salpicaduras que, por supuesto, era ella quien tenía que limpiar. Luego, al salir, lo hacia siempre de un par de rápidos saltos, como deliberadamente estudiados para poder escurrirse bien a gusto sobre el piso, dejando un rastro mojado a su paso por los rincones.

       Todo así. Siempre así, sin el menor miramiento. Como si tuviera que ser atendido por derecho. Ella su esclava. Porque sí. Por haberle amado. Y se sorprendía a si misma en ese pasado aterrador: haberle amado. ¿Ya no le amaba? Entonces se sumergía en un abismo de confusión y dudas.

       A veces él, como si lo adivinara por su comportamiento brusco y malhumorado, se acercaba, subía de un salto sobre su hombro y se acurrucaba en el hueco de su clavícula, como en los viejos tiempos, restregándose amoroso la panza sobre su cuello. Ella se dejaba hacer, invadir por su frescor, subiéndole por la nuca como un cosquilleo y se olvidaba de todo.

       Si pudiera ser siempre así. El tiempo detenido en un precioso y eterno momento de plenitud, de su ser perfecto de todas las cosas. Y fueron felices y comieron perdices para siempre jamás amen y punto final.

       Pero es lo malo de la vida: que no es posible hacer punto y final, y detenerse donde uno es feliz; ni descansar por un tiempo siquiera. En la vida hay que seguir. Siempre seguir. Seguir día tras día viendo, testigos impotentes, como el tiempo ajusticia sin piedad los sueños.

       ¿Otra vez? ¿Era solamente eso el amor? ¿Sólo era eso? ¿Eso iba a ser todo siempre ? Demasiado poco. Demasiado rápido. Siempre demasiado rápido para  ella. Demasiado poco para su necesidad de entrega. Un plazo insuficiente siempre, demasiado corto para dar la posibilidad a la realización de sus sueños.

       Para él era fácil: solo tenía que estar allí dejándose querer. Controlando. Ejerciendo el poder que le confería el ser amado. Pero  ¿y ella?... ¿Es que otra vez nada había sido nada? Su propio mundo, su razón de ser, todo se perdía, se tambaleaba amenazando a su caída con un espantoso vacío. Otra vez nada le quedaba. Todo se lo había robado él, egoísta ladrón, con sus engaños y falsas promesas.

       La rutina. Un día que sucede idéntico a otro día y a este otro día igual que los anteriores, puliendo a su paso ilusiones, como pulen las aguas las piedras del río.
       Cosas pequeñas, tonterías normalmente; pero ella, frustrada, perdía la paciencia y acababa furiosa ante la indiferencia y cara dura de él.

       Le fastidiaba principalmente que tuviera que ponerse a saltar entre los muebles, delante de sus narices, justo cuando trataba de concentrarse en escribir su diario. Lo hacía aposta, se daba perfecta cuenta y lo odiaba con todas sus fuerzas.
       Un día la exasperó tanto con su juego, que llegó a desear que fallara su salto. Y de forma extraordinaria, como impulsado por la fuerza terrible de su propio deseo, ocurrió lo que nunca hasta entonces había sucedido: Príncipe falló y, resbalándole una mano por debajo y la otra por encima de la estantería, vino a darse con toda la papada contra el filo, con tal violencia, que cayó al suelo inerte como una piedra.

       Quedó paralizada. La mesa le impedía ver el cuerpo de él en el suelo. No acudió en su auxilio. No se movió. Le había matado. Estaba allí tendido en el suelo, mal herido o probablemente muerto y había sido ella. No quería verlo. No podía verlo.

       Tras un rato se levantó automáticamente, como en trance, y sin dirigir la mirada a donde yacía el cuerpo de él, atravesó la habitación, entró en el baño y como en un sueño, inconsciente de todo, cogió de un pequeño neceser una barra de labios y con meticulosa lentitud se pintó la boca. Cuando acabó guardó la barra con la misma metódica parsimonia y se quedó largo rato mirando, vacía de todo sentimiento, el reflejo de aquella persona extraña que el espejo le devolvía.
       Finalmente se vio a si misma y tapándose la cara con las manos se echo a llorar.

       Al tiempo, cuando se hubo calmado, salió del baño. Él estaba allí, tendido boca arriba sobre la alfombra, inerte, exhibiendo al aire su panza blanca, sin el menor signo de vida. Lo había matado. Se arrodilló a su lado, y con un dedo acarició la blanda blancura de su panza. Él no se movió. Lo había matado. Había matado lo que amaba y era como si ella misma hubiera muerto.
       Se agachó y recogió del suelo con delicadeza el inmóvil cuerpo frío y al sentirlo sobre sus manos, rompió a llorar presa de un amargo desconsuelo.

       Entonces la rana, dando un croado, y propinándole un tremendo susto, saltó de sus manos a la estantería, de allí a la mesa, y de esta al alféizar de una ventana entreabierta, donde volviéndose a mirarla, y dando muestras inequívocas de haber sido todo una lamentable parodia, lanzó otro croado, que resonó en la habitación como una grosera carcajada y, con un último salto hacia el exterior, se perdió en la negrura de la noche.

       Fue como si le hubieran dado una sarta de bofetadas. Estaba bien. Que se fuera. Y cerró la ventana de un furioso portazo. A la calle. No tenía ningún derecho. A la puta calle de donde vino. Y sus cosas también a la puta calle. Mañana mismo las recogería todas y las tiraría lo más lejos posible. Para no verlas nunca más. Para no acordarse jamás de que había estado viviendo casi tres meses con semejante cabrón, y poder borrar cuanto antes ese episodio de su vida.

       ¿Era inconsciente la rana del alcance de su gesto, o había por el contrario actuado con calculada premeditación? nunca lo sabremos, pero a partir de aquí los hechos se precipitaron hacia el final de forma inexorable.

       Aquella noche cayó en la cama agotada de rumiar su rabia. Pero, como una señal de lo que el futuro le deparaba, el sueño no quiso acudir en su auxilio, y hacia el amanecer, rendida de luchar contra sus propios sentimientos, se levantó y fue a sentarse sobre el sofá, que tantas veces habían compartido juntos, viendo la tele o amándose en silencio; y quedó allí, con ese vacío que deja en la mente el haber traspasado las fronteras del sueño, mirando la llegada del día  a través de la misma ventana por donde él se había ido.

       Se había marchado. Se había ido para siempre y no volvería a verle jamás. Para entonces todo su odio había desaparecido, dejando en su lugar una angustia de vacío, de soledad y pena de si misma.
       Se había ido. No importaba. Que se fuera. No era más que una rana.

       Desde encima del armario, el plato con las figuritas cogidas de la mano, y los tiestos con plantas, que tan amorosamente le había procurado, la miraban ahora acusadoramente; tan exentos de sentido sin él como quedaba ella misma.


II

      
       En los días que siguieron vagó como sonámbula a través de la casa. No podía acostumbrarse, y constantemente creía verle en cualquier lugar. Le presentía a sus espaldas, salía al jardín creyendo haberle oído, pero nada. Inútilmente recorría la margen próxima del río buscándole, pero siempre acababa absorta en tristes pensamientos, mirando los reflejos de las luces sobre las negras aguas, que olían a cloaca y desinfectante, roto, tan solo, cuando ocasionalmente asomaban a la superficie, los lomos o las cabezas de aquellas monstruosas carpas, que milagrosamente habían llegado a habituarse a vivir en aquel charco de mierda.

       Hasta que un día, a las dos semanas aproximadamente, él volvió.
       Ella se encontraba en el interior de la casa haciendo nada, bebiendo ginebra con la mirada indolente perdida a través de la ventana, mientras caían las últimas hojas amarillas del otoño, cuando un temblor, que no era el aire, estremeció levemente la hojarasca sobre la tapia. De inmediato supo que era él. Se levantó, abrió la ventana y allí estaba, mirándola con sonriente aire de desafío. No parecía irle mal pues, al contrario que ella, había engordado y su piel verde brillaba saludable sobre el ocre amarillento de las hojas muertas. Por un momento, ella se sintió avergonzada, cohibida, como si la mirara un extraño, como si nunca antes hubieran vivido juntos o visto siquiera. Luego, sin llegar a sentir alegría ni tristeza, tendiéndole una mano le invitó a entrar.

       Estaba dispuesta a olvidar. A empezar desde el principio, aún sin ilusión. Pero él, como queriendo constatar que ya no era posible, que nunca volverían a ser los mismos, dejando al aire inútil la mano de ella, saltó directamente sobre el armario y con manifiesta indiferencia se ocultó entre las macetas.

       En seguida comprendió que estaba perdida. Atrapada. Condenada por la fortuna a vivir penosamente en el desamor. Como si de no ser  así, no pudiera ser de otra manera.

       Él se dejaba estar de forma implacable. Ausente pero siempre atento. Haciendo alarde de esa cruel indiferencia que la estaba volviendo loca. Pero estaba resuelta a esperar. Y se agarró a sus rutinas como el náufrago al tablón, y se entregó a la limpieza con toda su alma; como presintiendo que se trataba de una última oportunidad de recuperar sus antiguas formas de ser, su anterior yo, que veía con pánico desaparecer, desvaneciéndose como la imagen de una vieja fotografía.
       Así, se puso a arreglar toda la casa como nunca lo había hecho; y en un día recogió y fregó todos los cacharros sucios, y limpió los cristales, y luego siguió recogiendo y fregando y quitando el polvo de hasta el último rincón, con la meticulosidad de un coleccionista de sellos; como si al limpiar toda aquella suciedad fuera al mismo tiempo aclarando el interior de su alma; como si al quitar el polvo de las cosas fuera quitándose de encima el peso del pasado en su memoria.

       A veces era él quien intentaba la reconciliación, y volvía a ser el pozo de sueños que al principio había sido; pero a ella el rencor acumulado le impedía aceptarlo. Además olía, olía a tretas y a aptitudes fingidas, olía a rana y a humedad, a pestilencia de pantano, a tiempo muerto, a final.

       Luego era ella la que se sentía injusta y triste y sola y él quien cobraba venganza. Y así, viviendo en el desamor, alimentaban la locura.

       A pesar de todo había decidido esperar, y esperó sin esperanza a que las cosas cambiaran y pudieran volver a amarse como antes; con el frío miedo de saber a ciencia cierta que nunca volvería a ser lo mismo.


       Ya lo sé señor comisario —interrumpió Mínguez brusco—: emociones de folletín. Pasiones baratas. Cuentos de hadas y brujas, de príncipes y ranas. Miedo de no ser nada señor comisario. A no ser nadie. ¿Sabe usted señor comisario lo que es el miedo a ser en realidad un trozo de corcho? Con perdón señor comisario. Hasta entonces yo tampoco sabía que se trataba de eso. Creía simplemente que era así. Una cosa más bien tonta, efectivamente, pero uno se acostumbra a todo.

       Echas la jornada con los compas y algún maleante ocasional, acodado en tu viejo papel de duro con sentimientos, y al terminar te vas al tugurio familiar, a coger el sueño con unas cervecitas. Si bebes lo suficiente, luego en casa, no es necesario ni encender la televisión. Y por la mañana son muy buenos los bollos y el café con leche de “La Oriental”.
       Un poco estúpido, es verdad. Sobre todo si se repara en que tus compañeros son en realidad un atajo de idiotas haciendo un trabajo repugnante, y tú el primero de ellos. Y que “La Oriental”, por mucho que uno se abstraiga en la lectura de la prensa, por lo demás también patética, es un lugar deprimente para desayunar. Y de remate, no sabes si son los benditos bollos, o el maldito metílico, acumulado durante años de güisquis baratos, lo que te está quemando a diario los intestinos.
       En fin, que más bien la cosa es un asco. Supongo que lo suyo también será muy parecido. Me refiero a lo de su señora; con perdón. Así que comprendo que se pase los días, aquí, tan a gusto entre su sillón y los paseitos al bar. Pero si se parara a pensarlo dos veces, vería que esto es también una mierda. Y que si usted no lo huele es porque es otro pedazo de corcho como yo. Un pedazo de corcho gordo y que fuma. No se lo tome a mal señor comisario. No pretendo insultarle. Es para que pueda entender. Para que, remotamente siquiera, se acerque a comprender como uno, de pronto, puede darse cuenta de que esta atrapado y sentir miedo.

       Y así estaban. Estábamos en realidad. Los tres; porque aunque yo aun no lo supiera el destino lo tenía ya todo preparado para mí. Atrapados en el desamor sin esperanza de remedio.


       El comisario no podía dar crédito. ¡¿Porque tenían que joderle?! ¡¿Porque jodida razón tenían que joderlo a él?!  ¿Porque tenía que haber muerto aquella jodida chica en su jodida zona y en vísperas de las jodidas elecciones? ¿Y porque ese jodido gilipollas tenía que meterse a joderlo todo aun más?


       Él la seguía en sus evoluciones imperturbable —continuaba Mínguez ajeno—. Saltando ocasionalmente de un a otro lugar cuando era obligado por la frenética actividad de ella. Pero sin emitir nunca sonido alguno. A veces al mover un mueble la rana aparecía debajo y la actividad de ella cesaba por un momento, mientras él atravesaba la estancia reposadamente, con un exagerado balanceo, en dirección hacia la ventana más soleada; se detenía un instante antes de llegar, se volvía arrogante y luego, siempre de un preciso salto, ganaba el alféizar y se aplastaba allí al sol, dormitando, al parecer indiferente, a cuanto ella pudiera estar haciendo o dejando de hacer.

       Pero no era ni mucho menos así. Ella sabía que ese fingido desdén, esa abulia intolerable, no eran sino una mezquina estrategia. Y le gustaba volverse de golpe para encontrar su mirada, y obligarle, aunque fuera sólo por un instante, al cara a cara. Y aunque él siempre desviaba con rapidez la mirada, ella ya le había visto: la rápida dilatación de la pupila, el desconcertado parpadeo, y sabía que la espiaba.

       —Déjelo Mínguez.

       —Como le digo todo esto fue antes. Antes de mí, me refiero. Porque ahora todo es tiempo pasado. Y al final fue lo mismo. Para lo que hube de hacer... Un clown, un payaso vestido de domingo; un secundario imbécil, pieza torpe del guión de un melodrama demencial.

       —¡Que lo deje de una maldita vez! — saltó el comisario de su asiento— ¡Que el caso está cerrado! ¡Que esa jodida chica tuvo un accidente y se mató, o se suicidó porque estaba jodida! ¡Y eso es todo! ¡Y se acabó! ¡Lo comprende jodido cabrón!

       Quería un montón a ese imbécil. Mínguez era hijo de un antiguo amigo, y había entrado de su mano en el cuerpo, hacía ya más de veinte años. Como quien dice lo había criado a sus pechos. Él le había enseñado todo cuanto sabía. Minguez cumplia ya los cincuenta, y no es que hubiera resultado un policía excepcional, pero hasta el presente nunca había dado problemas. ¿Porque tenía que venir precisamente ahora a joderle la marrana?

       —Y tómese unas vacaciones. No quiero volver a verle por aquí hasta que pasen las elecciones. ¡Es una orden!

       —La verdad es que usted tiene cosas más importantes que atender, señor comisario, y que lo que le cuento le debe sonar a chino. Pero ésta es su obligación. Su deber de corcho cualificado. Fingir al menos, que escucha este informe absurdo de un subordinado demencial.

       Mínguez estaba jodido; quería joderse, se iba a joder y posiblemente iba a joderlos a todos. Al comisario le recordó a un boxeador tocado tras el octavo asalto, obsesionado en su esquina por volver a que lo remataran cuanto antes. Comprendió que era imposible, y se dejó caer en su asiento ocultando, en un gesto de impotencia, la cara entre las manos. Mínguez, en silencio, dejó la ventana y fue lentamente a sentarse en la silla frente a él. Al tiempo comenzó con lo que a todas luces era una confesión.

       —Aquel martes merecía ser trece. Tras los cristales llovía. Desde hacia cuatro días llovía. Ya sabe lo que es eso señor comisario: faena sucia para los chicos de las patrulla, pero poco o nada que hacer para nosotros. Los delincuentes se desaniman con el mal tiempo; las huidas se vuelven más peligrosas con el firme resbaladizo, los cierres están fríos... En fin, los muchachos y yo llevábamos dos tardes aburridos en la comisaría, y aquella llamada me había dejado intrigado. No fue difícil de localizar. Era una zona de chalets ruinosos y casas bajas de construcción barata. Uno de esos barrios del otro lado del río; atrapados entre la crecida de la ciudad a sus espaldas y la canalización del río, con esa franja de jardincillo, refugio de yonquis y camellos, que en ese tramo le acompaña.
       Soy curioso y no tenía nada mejor que hacer, por lo que decidí acercarme por allí.

       Como le digo, el día estaba triste y yo también. O por lo menos cuando pienso en como sucedió todo lo recuerdo así. Llevado por un triste presentimiento por las calles tristes; la lluvia, el frío, todo confabulando contra mi. Arrastrándome a asumir mi triste papel en lo que sería esta triste historia.

       En realidad no estaba lejos; cogí el metro y luego crucé a pie el puente de la avenida. El deprimente tráfico de día lluvioso, no me animó lo más mínimo. En el puente, presos en un atasco infernal, pitaban todos enloquecidos. Crucé y traté de alejarme de toda esa mierda, entrando al barrio por la parte de atrás; para lo cual, había de atravesar el jardincillo, llamémoslo así, que se extendía, separando la barriada del río.

       Una hilera de árboles, falsos plátanos o castaños, ocultaban las casillas de la sucia visión de aquel barrizal plagado de basura, restos de hogueras y dormitorios de cartón para los mendigos, entre los vestigios mutilados del aligustre. Inicié una diagonal a través de aquella desolación, entre bancos destrozados y los restos de las estructuras de una zona infantil, preguntándome si jamás niño alguno se habría columpiado sobre los esqueletos de aquellas instalaciones.
       En invierno el lodazal, en verano la peste del río: lástima de presupuestos.

       Cuando el barro amenazó con llegarme a los tobillos, inicié una estratégica reculada hacia el canal, llamar río a aquel paraje dantesco hubiera sido demasiado poético. Caía una fina lluvia, de esas que te mojan la cara de una forma asquerosa, pero por lo menos el borde del canal era de hormigón.

       Realmente no era un jardín muy alegre. Un poco más allá, en el único banco que quedaba medio sano, una pareja de yonquis, se esmeraban en sacar algo de provecho a sus destrozadas venas. Los dejé hacer. Al menos allí no escandalizaban a ningún probo vecino y no tenia yo ganas de andar chinchando drogatas.

       En medio del río, varada sobre las sucias espumas, había una caseta hacia tiempo abandonada por los patos; seguramente deprimidos por tanta basura, o quien sabe, quizás comidos por los yonquis o por cualquier otro hambriento desdichado. El agua del canal, aparentemente estancada, era negra.

       Algo separadas de todo aquello por los árboles estaban las casas. Casi todas tenían un pequeño patio o jardincillo hacia la parte del río, y se veían los esfuerzos de sus habitantes, cristales en las vallas, alambres de espinos y todo tipo de trampas, para protegerse del personal que frecuentaba la orilla.
       Frente a mí, un callejón entre dos casas, conducía a la calle correspondiente a las fachadas; crucé como pude eligiendo entre hundirme el barro, o el miedo de clavarme una jeringuilla al pisar sobre las basuras. Afortunadamente, la calle principal estaba asfaltada.

       Posiblemente el barrio original tenía dos hileras de casas bajas separadas por la calzada, pero en su día la segunda fila de casas había sido sustituida por otras, también de construcción barata, pero algo más altas. Había al menos un par de bares, lo que denotaba cierta vidilla cuando el tiempo lo permitía. La fila próxima al río, la de las casas más viejas, tenían también jardincillo hacia la calle. Algunos estaban bien cuidados; otros, por el contrario, se veían en franco deterioro y algunos llegaban al abandono total. El que yo buscaba era de los peores de este último grupo.

       Se notaba que llevábamos un año húmedo. Aquella madreselva, o lo que fuera, necesitaba un buen podado. En el patio, la hierba brotaba salvaje por todos los resquicios reventando los ensolados, cubiertos de hojas en putrefacción. El tejado necesitaba también un buen escobillado y una gran mancha de humedad resbalaba por uno de sus muros. Las capas acumuladas de cal de la pintura exterior, hacia tiempo que habían empezado a descascarillarse levantándose en escamas, acentuando, con esa piel de pez, la sensación de humedad y de frío.
       Quien viviera allí no salía y entraba demasiado últimamente y desde luego, jamás se había ocupado del jardín.

       Llamé al timbre. Dentro de la casa no se escuchó sonar nada. Insistí apretando con más fuerza, y esta vez sí pude distinguir claramente el débil sonido de un timbre eléctrico en el interior. No hubo respuesta. Nadie salió a abrirme la puerta, nadie se movió, ningún ruido rompió el silencio del interior. Llamé otra vez, con un toque más largo, que rematé, en un artístico tono de mando, con otros dos toques breves y enérgicos. Pero nada, el mismo silencio interior por respuesta. Un silencio obstinado, demasiado denso; de esos que hacen de inmediato sospechar a un buen policía; y yo sospeché de inmediato. Había alguien en el piso de arriba. Estaba seguro. Hubiera puesto la mano en el fuego. Y doblemente porque empezaba a tenerlas heladas.

       Volví a llamar sin demasiada convicción; si no habían abierto ya, era improbable que fueran a hacerlo ahora. Seguramente alguien estaría espiándome por alguna de las ventanas.
Abandoné y decidí dar una vuelta de inspección por el jardín. Quizás hubiera una puerta trasera, e incluso podría estar abierta.

       Yo nunca perpetraría un allanamiento de morada, señor comisario. Sabe que soy el más escrupuloso de sus hombres. Pero meter un poquito las narices y echar una miradita, mientras se llama a voces, no es de ningún modo allanamiento.
En cualquier caso, la puerta de atrás, que sí existía, estaba también perfectamente cerrada.
Y como no, al mirar hacia arriba, me pareció ver moverse el típico reflejo de luz, sobre los cristales del vano en sombras de una de las ventanas superiores.

       Hubiera apostado mis vacaciones de un año a que había gente en la casa. Pero quien fuera que fuese no daba la impresión de ir a dejarse ver abiertamente; así que terminé mi rodeo de inspección, no sin ciertas dificultades con la maleza, y retrocedí hasta el centro de la calzada.
       La verdad era que el conjunto resultaba bastante lóbrego.

       Entonces sí que vi perfectamente, que alguien se retiraba apresurado, al tiempo que yo dirigía la vista hacia las ventanas.

       Bueno, estás aburrido en la comisaría un día de lluvia, suena el teléfono, y nadie responde. Se oyen voces, ruido del teléfono al caer, se escuchan carreras. Luego todo queda en silencio y nadie se acuerda de colgar. Llegas y parece haber alguien; pero ni abre la puerta, ni pregunta quien es, ni da más signos de vida que una espía silenciosa tras una ventana.
       El asunto resultaba más que sospechoso, y decidí, a través de algún parroquiano en el bar más próximo, enterarme de quién vivía allí. Quién sabe, podría tratarse de una pobre ancianita, que estuviera sola y hubiera tenido un desmayo; y que el piso de arriba fuera otra casa, con un vecino cotilla y sin timbre.

       Con ese objetivo, y reconfortado por la idea de calentar el estomago con un buen café y un copazo, me encaminé hacia el más próximo de los bares.

       Nunca se debe saborear nada de antemano, yo ya debiera saberlo, así que no había llegado a dar un par de pasos, cuando una voz me llamó a mis espaldas:

       —¿Que quiere?

       Era la voz del teléfono. En su tono de pocos amigos despuntaba un aire de súplica y de miedo. Me volví.

       Allí estaba, de pie en el umbral de la puerta. Si era ella la habitante del piso de arriba, debía de haber bajado a toda prisa la escalera. Me desconcertó que fuera tan joven. Así, tan delgada, con el pelo tan corto, parecía un chico. Me pregunté si sería mayor de edad. Llevaba ese vestido estampado, con el que siempre la vi, que le daba aun más aire de ser pequeña y desvalida; como una Venus niña, enmarcada por la madreselva, o lo que fuera aquella maleza en sus rojos y amarillos últimos.
       Nos quedamos unos instantes observándonos mutuamente. Bajo un antiguo tinte azul, las raizes de su pelo corto y encrespado brillaban castaño a la fría luz de la tarde de otoño. A pesar de las botas, del cinto de cuero remachado de tachuelas, y su look de macarra de tercera, parecía una niña pequeña asustada; una huérfana sorprendida en falta, que no supiera que hacer ni decir.

       Sin saber muy bien por qué, me dio pena. Pobrecillo. Lástima de mí.

       —Han dejado el teléfono descolgado —le dije, no respondió, estaba evidentemente tocada, me acerqué, apestaba a alcohol, la cogí del brazo, y pretextando protegerla de la lluvia me invité a entrar.

       En el interior reinaba un profundo caos: ropa tirada aquí y allá, platos sucios de días, cajas de cartón, trastos de todo tipo por en medio; como si se fuera a hacer una mudanza, sin haber acabado de desempaquetar la anterior. Los ceniceros, estaban llenos de colillas y cigarros apagados a medio consumir. La televisión estaba encendida y había botellas de ginebra vacías por todos lados. Me llamó la atención el barreño con las tablas de lavar en la esquina de la habitación. Todavía no había visto a la rana.

       Colgué el teléfono y apartando un poco cosas de un sofá la obligué a sentarse. Al tocarla noté que estaba realmente asustada. No necesité identificarme. Que ella no había hecho nada. Que no tomaba nada, que ni tenía mierda, ni sabía nada de nada. Que se marcaba una disculpa y puerta. Una gambada. Nada de nada, decía. Todo había sido una ful. Una ida de olla. Eso decía, e intentaba mostrarse fuerte con una patética jerga de macarra vacilón, pero estaba asustada. En realidad todo era una rayada decía. Vivía sola, había oído ruidos. No era nada, la asustó algo que se había caído. Y se echó a llorar.

       Debió de ser entonces cuando me perdí. Tendría que haberla visto, tan pequeña y desgraciada, hipando de aquella manera. El temblor de sus manos tan blancas, tan abandonadas palmas arriba sobre su regazo. Me desbordó aquel desolado caudal de llanto.

       Me senté a su lado e intenté tranquilizarla. No había ningún problema. Yo estaba allí para ayudarla. Un control de rutina. Por la llamada. Que la habían despedido. Pero que tampoco era eso. Que era su quinto trabajo en dos años. Y sobre todo que todo le importaba una mierda.  Que todo el mundo le importaba una mierda. Que el curre le importaba una mierda. Que le importaba una mierda deber dos meses de alquiler. Que le importaba una mierda el que sólo le quedara un mes del paro. Y que todo era una mierda. Y se la veía tan preocupada, tan derrotada y triste que quise consolarla. Me coloqué a su nivel y me puse a vacilar y a ser chistoso. Ella entró al trapo y se fue calmando. Poco a poco, por simpatía supongo, sin darme cuenta, mientras intentaba sonsacarle, me fui acercando. Tampoco tuve que preguntarle mucho. Tenía ganas de hablar. Jugaba conmigo a ser una chica de ciudad, de la gran movida urbana; y era verdad que, como autentificaban las marcas de su cuerpo y de su casa, parecía de la escuela de barrio de tercera: el tatuaje que aparecía bajo el escote de su espalda, las huellas de piercing y aros en su cara y orejas, los pósters y trastos, que algún día lejano colocó en un pobre intento de hacer un hogar de su “queli”. Pero en sus maneras en general había algo inevitable  de paleta. De chica  de pueblo demasiado joven y sin la experiencia necesaria. Una presa tierna y fácil para la tremenda voracidad de la  babilón.

       Charlamos, se relajó, me puse gracioso; yo que sé, la chica me inspiraba, me parecía una lástima verla así, tan perdida como parecía. Tan desorientada. Hice bromas con lo que ponían en la tele. En un momento determinado dije algo divertido, ella se rió, yo me reí con ella, y como en un gesto tonto tomé una de sus manos entre las mías. Ella se calló, pero la dejó estar. Y pasó un instante mágico que rompió la rana, cayendo al suelo desde el armario entre nosotros. Como era la primera vez que la veía, me produjo un sobresalto y luego cierto estupor. De inmediato ella se levantó apartándose de mi lado.

       —Tienes una rana —le dije azorado.

       —Si —me contestó.

       —Es muy bonita —comenté estúpido.

       —Si —dijo ella.

       Y la rana croó.

       Sobre el continuo bajo sonoro de la televisión, se hizo entre los tres un embarazoso silencio. La luz que entraba por las ventanas era ya escasa. Ella había dejado de reír, noté que se había puesto tensa y dura. Luego encendió una lámpara, me miró, miró a la rana y, como si lanzara un desafío, me dijo:

       —Prepararé un café.

       —No es tarde, debo irme —también a mi la aparición de la rana me había violentado—quizás otro día.

       —Siento mucho haberle molestado a usted  —me dijo muy ceremoniosa.

       —No se preocupe. Para eso estamos —y mientras cogía el sombrero—, inspector Mínguez, recuerde. Ha sido un placer. Vuelva a llamar si me necesita.

       —Si —dijo, y cerró la puerta tras de mí.

      
       Afuera la noche caía a toda velocidad. Había dejado de llover, pero las calles seguían empapadas y el aire era frío. Por no volver a atravesar el barrizal, ahora a oscuras, aunque el camino era más largo, salí a la avenida principal recorriendo la calle.
       Sin saber muy bien porqué estaba furioso y desanimado. Era ese maldito invierno prematuro, y el tráfico, y la gente. La verdad: todo era una mierda.


III

                   “Mejor no pensarlo. No pensar. No pensar. No pensar. No hay que pensar. Me conoce. Sabe como soy y juega conmigo. Sabe como soy. Y sabe que sé que él nunca dejará de ser lo que es. Sabe que lo se y juega con ello.  No pensar. Es mejor no pensarlo. No pensar. Mejor no pensar que lo se todo. No pensar en que él lo sabe. Mejor no pensar. No pensar. No pensar. Mejor no pensar que es una rana. No pensar. No pensar nada. Porque si se piensa es peor. Porque si pienso más me acabaré volviendo loca.  No pensar. Si consigo no pensar me libraré. Será como estar muerta. No pensar. No pensar. No pensar. No pensar que es así para siempre. No pensar más en la mierda en la que estoy metida”. No pensarlo. No pensar.”


       Durante los días siguientes no pude apartármela de la cabeza. Su mirada de animal asustado, las tenues venas azules transparentándose sobre la piel blanca de sus manos. Su sobrecogedor esfuerzo por disimular la negrura de su fortuna.       
       Apenas una semana después me dejé caer por allí de paseo, disimulando, como sin querer darme cuenta. Ella no se encontraba en casa. Una de las ventanas inferiores tenía las contras entreabiertas y me asomé a mirar. Cuando me acostumbré a la oscuridad me pareció ver a aquella enorme rana mirándome fijamente sobre el armario. En la mesa había una botella de ginebra semivacía y restos de comida sin recoger. Cuando de nuevo dirigí la vista hacia el armario la rana ya no estaba. Luego me pareció sentir un movimiento en la maleza del jardín a mis espaldas, pero cuando me volví no vi nada.

       Por vez primera en varios días no llovía, pero daba igual, el enfermizo sol no conseguía romper el intenso frío. No tenía prisas por regresar y me dediqué a vagar por los alrededores. La parte de atrás de la calle, la más alejada del río, era una zona de transición; talleres en medio de chabolas de gitanos chatarreros, que en seguida engullía la cuidad en su versión más cutre: la del otro lado del río, la de los edificios con aluminosis, el aceite de colza y los pobres de clase medía. Con todo cada cual hacía lo que podía y a esa hora, eran las dos y algo del medio día, los comercios aguantaban sin cerrar, y la calle estaba animada.

       Deambulaba buscando taberna cuando la encontré. La taberna también, pero me refería a ella. Era el típico bareto de barrio: desayunos de café de achicoria con copa de anís, y caña con tapa de boquerón amarillento. En aquel momento el lugar no estaba precisamente animado: una abuela gastaba su pensión en una maquina tragaperras, ante la aburrida mirada de un camarero de edad indefinida, y de un muchacho, vestido con un mono azul manchado de grasa, que se apretaba un bocata con cerveza; y al fondo de la barra, en una de las dos únicas mesas existentes, junto al futbolín dormido, estaba ella.
       Parecía que siempre hubiese estado allí; formando junto al resto de las figuras ese idéntico cuadro tenebroso de silencio y desolación.

       Me senté a su lado, pero no me reconoció. Estaba mirando hacia la ventana absorta en sus pensamientos. Ni siquiera me vio, a pesar de que hice esfuerzos considerables, carraspeando, y moviéndome mucho. Aproveché y la observé a mi antojo durante un buen rato. Parecía cansada, tenía los ojos enrojecidos y  grandes ojeras.

       —Hola —le dije finalmente—. ¿Te acuerdas de mí?

       Se volvió despacio y me miró sin verme.

       —No —dijo finalmente. Me sentí como si se pudiera ver la pared a través de mi cabeza.

       —Si hombre —le recordé—, el inspector Mínguez. Estuve el otro día en tú casa. Tenías una rana. ¿Te acuerdas?

       Sentí como recorrió su cuerpo un estremecimiento.

       —Déjeme. Tengo que irme. Yo no he hecho nada, ya se lo dije —y levantándose de la silla se dirigió precipitadamente a la salida.

       Cogí su bolso, que en su huida había dejado abandonado, deposité una moneda más que suficiente sobre el mostrador y salí corriendo tras ella. El camarero se quedó con las vueltas. La alcancé cuando la detuvo el río. La llamé; no quiso volverse.

       —Toma —le dije acercándome y entregándole el bolso. Otra vez estaba llorando.—¿Algo va mal?

       —Todo va mal. —dijo mirando al río.

       La impenetrable superficie del agua, devolvía oscuros los reflejos de las cosas. Solo el suave avance de los plásticos y basuras que flotaban lo suficiente, permitía adivinar que aquello era un río en curso y no un estancado deposito de aguas fecales. Una mancha de grasa a la deriva descomponía la luz en brillantes reflejos de arco iris. Por un momento imaginé que aquello sólo fuera una delgada capa superficial, una película protectora de un mundo mágico sumergido: un reino de hadas de las fuentes, ranas encantadas y peces de colores. Tiré una piedra tratando de romper el negro espejo pero, sin dejar entrever ningún resquicio, el mundo del río se la tragó.

       —Escucha  le dije, quiero ser tu amigo. Cuéntame lo que te ocurre. Sólo, quiero ayudarte. No me malinterpretes, no te pido nada a cambio, pero no puedes seguir así, ¿comprendes? Una chica tan bonita como tu, no puede estar así de triste eternamente, es una tontería. Quiero ser tu amigo, ayudarte, sólo eso. Si hay algo que yo pueda hacer, si quieres hablar, o incluso si necesitas algo de dinero...

       —Estoy cansada —contestó ella.

       —Te acompañaré a casa —dije yo—. Y se dejó llevar.

       La cogí del brazo y caminamos en silencio. La sentía tan frágil que me invadió una profunda ternura. Al llegar ante la cancela del jardín se soltó.

       — Ahora debes irte —me dijo esbozando una sonrisa.

       — Me gustaría entrar. No quiero dejarte así.

       —Es mejor que no. Hoy no. Vuelve otro día —y cerró la puerta tras de sí.


       Un par de tardes después, me acerqué de nuevo por allí. Nos encontramos frente a la puerta de su casa. Ella traía una compra en unas bolsas y parecía de mejor humor, se alegró al verme y lo disimuló poniéndose en plan chulita.

       —¿Qué? ¿de visita papi? Has tenido suerte: he cobrado el paro. Es el último, así que vamos a celebrarlo— dijo mostrando una bolsa cargada con varias botellas de ginebra, aceitunas rellenas, chetos y otras porquerías.

       —Vaya, —conteste yo—, que coincidencia a mí me ha pasado lo mismo.

       —¿A ti también te han despedido cariño?

       —Todavía no. A mí también me han pagado.
      
       —Está bien, bebamos —dijo abriendo la cancela e invitándome a entrar. Luego ante la puerta de la casa se detuvo, se volvió hacia mí y me dijo mirándome muy fijamente a fondo de ojo—. Escucha poli: yo no sé lo que quieres, pero lo supongo. Estoy harta de guarros y babosos. No quiero joder, ni chupártela, ni nada. Si lo que vienes buscando por aquí  es eso, es mejor que antes de entrar cojas puerta y te largues.

       —Bueno yo a veces puedo resultar algo pedorro —le dije—, son cosas de la edad, pero a lo que yo venía era, por no tener que beberme esto solo —y le mostré, sacando del bolsillo, otra botella de la misma marca de ginebra que ella traía

       —Pasa poli. Me caes bien —me dijo abriendo la puerta.


       Y que más; volví muchas veces a su casa. ¿Porqué? al principio no lo sabía a ciencia cierta. Me atraía, creo, el que estuviera tan sola y tan perdida. Me inspiraba una enorme ternura. Quería ser su amigo, como un hermano mayor, ayudarla. Como una especie de abuelo de Heidi, para la pobrecita. Así me engañaba a mí mismo. Me sentía un papá generoso, enternecido, humano; algo que tenía tan olvidado que no sabía ni cómo ser. Y, en verdad, era yo quien estaba más necesitado. Quien buceaba en ella, en un desesperado intento de paliar esa lacra que conlleva nuestro oficio y que te roe la vida: la frustración de no ser en realidad una persona como los demas. Porque un policía, en realidad, no es una persona normal. Por profesión, eres el malo. Llevas pistola, y con tu placa y tus esposas, detienes a la gente que te da la gana. Las personas corrientes no son así. No van con pistolas por la vida haciendo lo que les parece. Y cuando alguien les afrenta lo único que les queda es achantar, o exponerse a que les rompan la cara. Y eso te hace completamente diferente. Ser a la vez persona corriente y policía es incompatible. Y empezar a ser persona, pasados los cincuenta, más difícil todavía. Yo lo sabía, pero su triste desamparo daba alas a mi esperanza. Ser persona…, pobre iluso. Y era esa vana ilusión la que, una y otra vez, me llevaba hasta su casa.

       Siempre igual, bajo el mismo cielo oscuro, denso, imperturbable. Solía llevar una botella de ginebra, y a veces porros, que yo mismo escamoteaba de lo requisado a los camellos. Ella hacía café o té y veíamos la tele mientras lo tomábamos, y fumábamos petas, pero sobre todo bebíamos ginebra; yo generalmente con algo, ella sola. Siempre igual. Mucha televisión y muchos tragos. Poco a poco, a retazos, me fui enterando de su vida. No había grandes emociones. Una vida sin fortuna como tantas. Provenía de un miserable pueblo perdido en alguna parte, en donde había vivido hasta venir a ahogar sus pobres ilusiones en el charco de mierda que era esta asquerosa ciudad. No tenía a nadie. Su falta de recursos la había conducido a este barrio cochambroso. Consiguió trabajo de cajera en el supermercado. No duró mucho. Sin cumplir contrato, tuvo que abandonar el súper por problemas con el encargado; un baboso repugnante y vengativo, que ejercía su parcela de poder con ínfulas de almirante. Buscó otras cosas, pero todo era lo mismo: limpiar la mierda de otros. Fue entonces cuando comenzó a joderse, aunque no lo percibiera. Lo que finalmente la jodió. El comprender que estaba  condenada, por pobreza de familia, a la pobreza, a realizar de por vida trabajos sucios y mal pagados. Se jodió cuando lo supo. Y aunque nunca lo quiso reconocer se jodió. Se jodió cuando comprendió que estaba condenada a vivir con lo más feo, cansado, triste, sucio y torpe de este mundo de mierda. No se resignó. Quería volar, y se lanzó en picado. A su edad, en zonas como la suya, los fines de semana, lo peor de la ciudad hervía por las noches.

       Como era mona, enseguida cayó en manos de un gilipollas, un camello de barrio de poca monta, que la aprovechó para sus trapicheos y sus business,  enseñándole, de paso, todo lo malo que puede hacerse en esta puta ciudad. El chulo no era más que un macarra impresentable. Pero ella picó, se enamoro y entró, fascinada al principio, en la típica carrera demente de sexo turbio, alcohol y drogas, hasta que llegó a estar lo suficientemente jodida como para saber que no quería seguir. Él, tras darle unas palizas, se cansó y la dejó para que la repescara algún amigo: era una sosa. Se comió otro par de imbéciles, hasta que consiguió librarse de todo aquello. En realidad nunca le habían gustado: ni él, ni su royo, ni los descerebrados de sus colegas. Pero se acabo de joder. Se quedó tocada, colgada, sin amigos, sin trabajo, ni ilusión; sin más esperanzas, que la de seguir limpiando mierda para sobrevivir. Durante un tiempo, en un intento desesperado por escapar de si misma, se dedico a ligar como una loca en las Discotecas. Se lo tiró todo. Hasta que llegó, primero a no sentir nada con los hombres que metía en su cama, luego asco. Entonces dejo de salir, le daba igual. Le dio por la ginebra; al principio la tomaba mezclada con leche, leche de pantera decía; cuando la leche faltó se acostumbró a tomarla sola.

       Y así se jodió. Se fue jodiendo poco a poco sin esperanza. Se jodió de trabajo de mierda, en trabajo de mierda. Se fue gastando y jodiendo más y más de mano en mano. De cretino en cretino. Jodiéndose ginebra a ginebra, hasta que se quebró.
      
       Yo trataba de mostrarme a toda costa animoso; era una cobarde. ¿De que tenía miedo? Había que tirar para adelante. A la gente se la medía en los momentos difíciles. Era joven, guapa, inteligente, y tenía el bachillerato, así que podía hacer cualquier cosa. Podía estudiar, una carrera de verdad, de la universidad. Podía aspirar a todo. Ser lo que quisiera: podía ser secretaria o médico, fregona o escritora, cajera o ingeniero, encargada o artista. Lo que quisiera. Podía elegir, pero tenía que tener el valor de hacerlo. Era una cobarde. Tenía el mundo en sus manos y se dedicaba a autocompadecerse. Él iba a ayudarla.
       Pero ni yo me creía mis seniles discursitos, y era incapaz de sacarla del pozo de indolente tristeza, en el que día a día la veía caer arrastrándome a mi mismo.

—¿Sabes? —me dijo un día que estaba especialmente quisquillosa— yo soy una tonta. Siempre lo he sido y todo el mundo se ha aprovechado siempre de mí . En el pueblo ya lo era. Yo siempre lo pongo todo, soy una ingenua, y me creo que los demás son buenos, luego me llevo las bofetadas. Todos van a la suya. Todo el mundo te miente al principio para luego sacarte todo lo que pueda. Yo lo pongo todo. Como soy una imbecil me enamoro y lo doy todo. Entonces se dan cuenta y aprovechan para tratarte como la mierda. Tú también. Tú vienes aquí de buenecito. De poli enrollado, solito el pobre. Pero se te ve el plumero majete. ¿O te crees que no se yo lo que viene buscando por aquí tu barriguita? Pero no tienes suerte papi, me pillas cansada de hacer de puta y de jilipollas. Y además no me creo tu buen royo. Al final harás como todos. En cuanto sientas que te quiero te aprovecharas de mí —y cogiendo el plato de la rana se marcho, con ella detrás, a echarle de comer en la cocina.

       Aquel día yo ya me había tomado suficientes golpes y no necesitaba más. Era tarde y recogiendo el abrigo y el sombrero me marché dejando, al cerrar tras de mí, flotando, en el aire de la habitación, la acusación de ella.


IV


            Como si se estuviera yendo poco a poco, como si cada vez estuviera menos allí, nuestras tardes se fueron llenando de silencio. Y en las largas tardes de silencio la fui amando. Televisión, ginebra y porros. El nuestro era el silencio de la televisión. Un silencio terco, siempre sobrepuesto, llenando siempre los rincones, en un carrusel de canales, con su canción triste de voces y músicas de anuncios. A veces ella se detenía algo más en uno, luego una vertiginosa carrera de tres o cuatro saltos, una pequeña pausa y una aparente llegada que nunca duraba mucho. Dábamos vueltas y más vueltas alrededor del silencio de la televisión. También yo hablaba poco. Me dejaba envolver por su ausencia dulce, por su forma estar: siempre sin ser del todo. Me adormecía en su sueño triste. Tarde a tarde me perdí en ese juego. Complacido en quererla. La veía tan pequeña, tan frágil como un junco roto, tan ligera como un débil soplo. Estaba rota, quebrada, y la veía perderse poco a poco, día a día. Como se pierden las cosas pequeñas. Amaba nuestro silencio de la televisión porque la amaba en silencio. Y la esperaba en silencio. Ni siquiera necesitaba que ella me quisiera a mí. Simplemente gozaba aprendiendo a quererla. Como se quiere a las cosas pequeñas. Me bastaba con mirarla, con sentir la gracia de sus más leves gestos, con compartir su presencia; que me siguiera aceptando como amigo, y poder seguir disfrutando de su compañía. Pero mis cuidados caían sobre ella como sobre un cuenco roto. Ginebra y porros. Estaba rota para eso. Para volver a querer. Rota de tantas manos vanas. De tantas intenciones torpes. De tantas ilusiones rotas. Rota para entregarse nunca más a la mentira de otro.


            Cuando me lo contó caía la tarde como tantas, como un tópico triste, vaciándose en humo y vasos de ginebra. Nos aburríamos fumando el último canuto adormecidos por la monotonía del televisor. La rana, según su costumbre, dormitaba con la cabeza ligeramente asomada sobre el armario.

            ­Se me pasó sellar lo del paro ­ dijo de pronto, pero como de pasada.

         ­­Puedes ir mañana, seguro que por un día o dos de retraso tampoco pasa nada.

            ­Para la mierda de trabajo que te ofrecen.

         ­Algo tendrás que hacer antes o después.

         ­¿Que coño tendré que hacer antes o después? ¿fregar tu mierda? Mira tío, si vas a seguir viniendo por aquí todos los días, por lo menos no vengas a tocarme el el coño.

         ­Perdona hija ­ replique molesto­  lo único  que  pretendía era  interesarme por ti.

         ­Pues te interesas por tu tía Enriqueta, por no decir otra. Tu interés lo veo sobradito. A si que no me toques clítoris, porque a este paso no te lo vas a comer de ninguna otra manera.

         ­Lo que te pasa a ti es que eres una amargada y una rencorosa ­solté firme, pero suavemente, en un intento de hacerla reaccionar ­. Vas por la vida con tu disfraz de heavy, de dura con contigo, con los demás y con el mundo. Y hasta a lo mejor te crees muy moderna, con tus aires trasnochados de pasota gótica y existencialista de pacotilla. Te crees que estás de vuelta de todo, pero lo que estas es colgada. Colgada de pelas, colgada de curre, colgada de no saber que hacer con tu vida, y colgada de historias pasadas que te fueron mal. ¿Tanto daño te hicieron? Joder tía, reacciona. Porque si te crees que vas a solucionar tu vida encerrándote aquí, a beber ginebra y fumar porros, hasta que te echen a la puta calle, demuestras ser un tanto estúpida. A todos nos han hecho daño. Todo se acaba ¿sabes? Las bolsas de pipas, los helados de chocolate, los inviernos, los veranos, los días, y sobretodo las noches de amor. Al final todo se acaba. Y la vida es una cabronada y duele. Siempre hay razones para ello si quieres encontrarlas. Según como se mire la vida puede ser una mierda, y la verdad es que es muy fácil verla así. No hay que escarbar mucho. Pero hay que hacer un poquito el esfuerzo. Porque si no, la gran caca acaba siendo uno mismo. Hay que seguir luchando. Aunque a veces a uno se le haga cuesta arriba. Hundirse en la mierda, a base de  reventarse el hígado, no es con mucho la mejor solución te lo aseguro.

         ­Tú no sabes nada poli

         ­Yo soy mayor ­le contesté irónico tratando de suavizar la tensión.

         ­ no te enteras de nada. Vas por ahí creyendo que lo sabes todo, presumiendo de Poli maduro, de estar ya muy vividito, de haberlo visto todo, de estar de vuelta. Pero no te enteras ni de la misa la media. A lo mejor te crees que me engañas, pero solo te engañas a ti mismo. ¿A que vienes aquí? Llegas, apenas me conoces, y te instalas aquí todos los días, como el que no quiere la cosa. La estrategia del ladilla, ya me la conozco. Tú no me quieres a mí, sino la película que tú solito te has montado conmigo. Tú me inventas tío, me ves como te da la gana. Pero yo soy yo, te enteras. Yo soy yo, soy como soy, y no como a tí te conviene. Quieres quererme, pero no es lo mismo. Querer es otra cosa. Estoy harta de los tíos como tú. Las mujeres os importan una mierda. Sólo os enamoráis de vosotros mismos. Os encanta conquistar. Os sentís “tan machotes” cuando conquistáis a las mujeres. Sois unos putos narcisos. Os enamoráis de vuestro deseo. De vosotros mismos. Solo os gusta desear. Y no os preocupa nada el daño que podáis hacer, por que nunca llegáis a querer. Estáis negados para eso ¿Sabes poli? De lo que es querer no tenéis ni pajolera idea.  Porque en cuanto tenéis de verdad a una mujer, os cagáis de miedo y salís corriendo. No podéis soportar que os quieran. Os acojona, y en cuanto sentís que se os quiere, os volvéis unos cabrones y empezáis a mirar para otro lado. Yo ya estoy cansada de vuestra mierda. Le dais mucha importancia a vuestro pingo. Os lleva locos detrás de cualquier falda. Y no es más que eso, un pingo colgando del culo. Para lo que os sirve. Sois tan torpes que ni siquiera sabéis usarlo. Al final no tenéis ni puta idea de lo que es el cuerpo de una mujer.  Es mejor una rana. Siempre queda la posibilidad de que algún día se acabe convirtiéndo en príncipe. Y por lo menos no puede ir a peor; como ocurre con vosotros en cuanto se os da el primer beso de amor.

         ­A ti, no ha debido irte demasiado bien, por lo que veo ­le dije cauto, intuyendo que aun no había llegado lo peor.

         ­ No es eso macho, no me jodas que no estoy hablando de mí. Te estoy hablando de los tíos y de las tías. Las mujeres ¿sabes? ¿Sabes lo que son las mujeres? Ni carajota, que coño vas a saber tú. Para vosotros una mujer no es más que un coño y unas tetas. Con el inconveniente que, para todo lo demás, son  unas pesadas y unas cursis. Y tenéis razón, para nosotras no es lo mismo. Nosotras no sabemos divertirnos. Somos tan memas que no sabemos follar sin más, sin encariñarnos. Y por eso vamos siempre de pringadas. Somos tan gilipollas que nos enamoramos ¿sabes? Que vas a saber. Vosotros no tenéis ni puta idea de nada. No os enterais tíos. Vais como memos, engañados detrás de vuestra pija. Pasais por la vida sin enteraros de nada. Que coño vais a saber lo que es querer a nadie que no seais vosotros mismos. Lo que es estar colgado de otro, como nos pasa a nosotras, cuando somos tan estúpidas que nos volvemos a dejar engañar  ­soltó en un creciente tono belicoso. Así que me pareció que lo mejor era no decir nada; y cometí la estupidez de decir eso.

         ­Bueno, yo no he dicho nada.

            Realmente mucho mejor hubiera sido no haber dicho nada.

         ­Tú nunca dices nada ­estalló­. Tú nunca haces nada. El poli bueno, el pobrecito. Tu solo vienes por aquí a pasar el ratito ¿no? A fumar unos porritos y beber unas copitas conmigo ¿no? Que no veo yo tus intenciones. Las caritas de penita que me pones. De corderito degollado. Das risa chico. A lo mejor hubieras tenido más posibilidades de poli duro. ¿Que edad tienes? Si lo mismo me sacas treinta años. ¡Joder! me resultas patético macho.

            Y siguió cambiando los canales de la televisión como si no hubiera dicho nada. Yo quede mudo. Solo me quedaba levantarme e irme, pero tuve miedo. Miedo de que fueran verdad sus palabras. Miedo de estarle dando la razón si me iba. Miedo de no poder volver más si lo hacia. Miedo de perderla. Y miedo de perderme definitivamente a mí si la perdía a ella. Así que no dije nada, y me quedé allí, esperando que el silencio del televisor, volviendo a instalarse entre nosotros, borrase su último arranque brutal. Tome rapidito otro par de ginebras más, tratando de disimular que sus palabras me habían hecho daño, y como el que no quiere la cosa, a la media hora, o así,  me despedí.

         ­Tengo que marcharme. Nos vemos ­ pero no dije mañana.

         ­Nos vemos ­dijo ella ni seca ni afable. Tampoco dijo mañana.

            Y salí de allí corriendo, en busca del frío de la noche.

    


       Así fue pasando el tiempo. Oscuro. Un día oscuro y otro oscuro día, el mismo oscuro yo, volviendo a la misma casa oscura. La misma ella, la misma televisión, los mismos porros, las mismas copas, y siempre el mismo él; imperturbable también, la misma quietud, el idéntico parpadeo secuenciado, marcando un oscuro tiempo propio, detenido hasta el infinito, hasta la tensión insoportable, hasta ese punto donde se vuelven dolorosos los oscuros deseos.

       A veces ella leía en voz alta trozos de la novela de amor que se traía entre manos. Yo sentía ganas de vomitar cuando Carlos Alberto de la Cruz le contaba a su riquísima madre, que se había enamorado de una criada a la que había preñado, y estaba firmemente decidido a casarse con ella. Curiosamente Príncipe, quizás por el efecto del profundo tono emotivo de su voz, se dejaba ver sobre el armario, y permanecía todo el tiempo que durara la lectura allí, al parecer atento. Eran lo únicos momentos en los que ella y él parecían armonizar. El resto del tiempo mantenían una lucha sorda. Una especie de desafío a desprecios e indiferencias. Yo odiaba su mascota horrible. Y de forma absurda me sentía celoso. Porque de alguna manera, aunque nunca me hablaba de la rana, intuía que entre los dos existía una relación que yo jamás llegaría a tener. Le odiaba. Y no podía comprender porque seguía dándole de comer, cuando al parecer también ella le odiaba.
      
       Otras veces él no estaba. Y sin saber porqué esos días estábamos los dos todavía más tristes. Porque, con la presencia de su recuerdo, la humedad permanecía, impregnando de frío hasta los rincones últimos y más oscuros de la casa.

      


V

Yo la maté señor comisario. No quería hacerlo, pero la maté. Porque estaba atrapado. Perdido en ella sin salida. En el laberinto de mis torpes deseos. Y ella, cada vez, más y más perdida en los procelosos mares de sí misma.

       “Está ahí, lo sé, lo siento. Y él sabe que yo lo sé. No quiero pensarlo. No puedo escribir más. No puedo pensar más. Él lo sabe. Aunque no lea mis diarios lo sabrá todo. Aún así luego quemaré todos los papeles. Aunque dará igual; porque él sabrá siempre lo que haga, lo que escriba y lo que piense. Es su forma de venganza. Ver como poco a poco me voy llenando de miedo y de desesperación. No puedo dormir y me paso las noches en vela vigilando, esperando a que en cualquier momento vuelva y me ataque. Y es peor pensar que todo es absurdo. Que soy yo. Que él es sólo una rana. Por la noche reviso y atranco bien todas las puertas y ventanas. Pero enseguida empieza el pánico de pensar que él se ha quedado dentro; escondido en cualquier parte; viéndolo todo; escuchándolo todo; enterándose de todo; controlando hasta el último detalle, para tenerme atrapada y poder de este modo caer sobre mí con su brutalidad de bestia, que es en realidad lo que es; en lo que finalmente mi amor lo han convertido.
       Así me voy volviendo loca buscándolo, registrando en las noches por los rincones. Los rincones son increíbles en las noches de terror; porque en cada lugar, tras de cada cosa, en cien mil y un sitios puede estar escondida una rana; y cada lugar que miras atentamente es un terrible vacío a tu espalda desde donde puede atacarte en cualquier momento; y más estando la casa como está; y más pudiendo él reptar y deslizarse viscoso por huecos increíbles, y dar esos horribles pero silenciosos saltos, y cambiar de lugar continuamente, esperando el momento oportuno para dar el asalto definitivo, el susto fatal que termine conmigo, mientras disfruta viendo como me voy volviendo loca, desde cualquiera de los rincones de mi intimidad, que como perfecto espía tan bien conoce.
       Y con el paso de los días, el miedo de los rincones se va metiendo en mi cabeza como un clavo. Con una fuerza tan bestial que me deja como atontada. Como si me estuvieran dando de mazazos. Medio muerta. Sobre todo porque todavía a veces pienso, que en realidad es sólo una rana y que me estoy volviendo loca. Y que él lo sabe. Y eso es lo peor: que él sabe de inmediato todo lo que yo pueda hacer o pensar, acechando escondido desde los rincones mas oscuros de mi propia cabeza.”


       Yo la maté. Hacía casi un mes desde la última vez. Había decidido abandonar. Dejarla en paz con su ginebra, su locura y su pena. Pero volví. Regresé sin querer. Llevado a traición por pies de plomo. Cuando quise darme cuenta estaba allí. Tenía que haber escuchado mi miedo, pero no lo hice y la maté.

       Todo seguía igual. El jardín destilaba la misma sensación de abandono, no había signos de vida en la casa. Atravesé la cancela y cruce con pasos muertos sobre las hojas muertas. Llamé a la puerta sin demasiada esperanza. Pasó un tiempo, también muerto, y cuando me disponía a marchar la puerta se abrió.

       —Hola —me dijo como si hubiera sido ayer pero, aparte de completamente borracha, estaba aun más delgada y su expresión era aun más triste; en la mano llevaba, del cogote, una botella de ginebra, y al ver que miraba con sorpresa el interior—. Entra, no está, se ha marchado.

       La habitación había sido transformada. Lo que antes era un caos de muebles, cajas y cosas se había vuelto un absoluto vacío. El viejo sofá, la mesa, el armario con las plantas, la cómoda, la palangana, todo había sido retirado. En su lugar, esparcidas por el suelo, puestas de pié, había decenas de botellas de ginebra, algunas tenían un culín de contenido en el interior, pero la mayoría estaban completamente vacías. En un rincón un colchón en el suelo. Frente a él, también directamente sobre el suelo, la televisión encendida pero sin conectar a la antena. El zumbido de la emisión sin señal llenaba el cuarto. Procuré no tirar al andar las botellas, que parecían colocadas como en una de esas malditas instalaciones de arte moderno. Observé que todas las puertas de la casa estaban cuidadosamente cerradas, e imaginé tras ellas apilados todos los muebles y cosas que faltaban en la habitación.

       Ella se rió de un modo triste, balanceándose durante un rato sobre los pies como si fuera a caerse —Ahora ese hijo de puta no puede esconderse en ningún sitio—, dijo y luego tambaleándose, pero sin tirar ninguna botella, llegó hasta dejarse caer en el colchón, bebió un buen trago y rodeando sus piernas con los brazos, apoyó la barbilla sobre las rodillas y se quedó ensimismada en la pared frente a ella.
       Me senté a su lado. La ropa de cama estaba en desorden y sucia de varios días. Era evidente que dormía y permanecía echada allí largos ratos.

       —¿Cuál es el problema?

       —No hay ningún problema. Lo conseguí: estoy muerta —me contestó—. Así es mejor. ¿Ves? ya estoy muerta. No hago nada. No pienso en nada. Bebo y duermo.  Me levanto. Voy al baño. Bebo. Me vuelvo a acostar. Como estoy muerta no tengo nada que hacer. Ya no pienso. No hago nada. Tampoco esta él. Ya no podría estar sin que le viera. Para mí está muerto, porque yo estoy muerta. Es la única manera. Estar muerta. Para no pensar. Para que todo me importe una mierda. Ya no estoy cansada porque estoy muerta. Volverá. Querrá volver. Siempre lo hace.  Pero le va a dar igual porque estaré muerta. Cuando estás muerto ya no hay rana que pueda hacerte daño. Por eso es mejor estar muerto. Yo hace tiempo que estoy muerta.  Así es mejor.

       —Es esta puta ciudad— le dije estúpido, todavía en un intento de ser yo. Pero, como estaba escrito, iba a hacer mi papel de perfecto canalla.

       Bebió otro largo trago, se tendió y quedo inmóvil, perdida en el vacío extraño de la habitación. Su doloroso cuerpo sobre el colchón mugriento. El opresivo silencio. Debí volverme loco. Quería ayudarla y la maté. Una mano se colocó sobre su rodilla. Nada sentí porque no era mi mano. Luego, como obedeciendo a un impulso propio, comenzó a ascender muslo arriba bajo la falda. Ella no hizo, ni dijo nada. Yo no era más que un testigo horrorizado mientras la mano acariciaba su flaco cuerpo bajo el vestido. No era yo, por eso no pude evitarlo. Yo no hubiera podido hacerle eso. Nunca le hubiera hecho daño. No era yo. Pero la maté. Solo quería ayudarla. Darle cariño.  No quería hacerle daño. No la besé, no podía porque no era yo. No eran mis manos las que no sentían. No era mi boca la que no besaba. Pero la maté. Se dejó hacer sobre el colchón, como una muñeca rota. Estaba flaca y fría bajo el vestido. Acabé con rabia, vengándome de la vida, del trabajo, de mí mismo: como un cabrón. Ella quedó desmadejada, mirando al techo sin expresión. Me abroché los pantalones avergonzado. Intenté hablar, decir no sé qué. No me miró. Su falda había quedado levantada sobre la cintura y se la coloqué pudoroso. Me di asco, musite alguna excusa, y cogiendo la gabardina salí cerrando presurosamente la puerta tras de mí.

       Allí estaba la rana, frente a la puerta del jardín, cerrándome el camino desafiante. Avancé un paso. Él en respuesta, irguiéndose sobre sus patas delanteras, hinchó la papada y croó. Nunca más volvió a hacer nada. Fue un punterazo certero. Luego le aplasté rápido la cabeza de un pisotón. Me encantó sentir como reventaba. Me deshice del cadáver de otra patada y, sin saber porque, trate de ocultar lo ocurrido limpiando, con hojas secas y tierra, las huellas de sangre de las baldosas. Esas fueron las manchas que encontraron. Si buscan entre las matas del jardín del vecino encontrarán restos del cuerpo de la rana. Aunque quizás ya se lo hayan comido las hormigas.

       Así la maté. Estaba de permiso y me enteré por los periódicos. El cuerpo de una muchacha sin identificar había aparecido flotando en las sucias aguas del río. Podría tener diecinueve o veinte años. El forense encontró que la joven estaba embarazada de un par de meses. No había signos de violencia, ni restos importantes de otras drogas más que alcohol. No había denuncias, ni respondía a la descripción de ningún desaparecido. El cadáver, sin reclamar, ya había sido identificado por la policía.

       —El caso está cerrado Mínguez —masculló furioso el comisario—. Comprende lo que eso significa Mínguez: ¡CE-RRA-DO! ¡San se acabó! Y si quiere que le compadezcan vaya al psicólogo. Estoy cansado de esta absurda historia. La chica estaba borracha y se cayó al río. O estaba loca y se mató. Deprimida o colgada ¿yo que sé?  no queda muy claro, y que más da. Me importa un rábano. Y también si antes se la tiró usted o todo un regimiento de caballería. Para lo que cuenta, y mientras ella se dejara hacer, es lo mismo. Tengo demasiado trabajo para seguir escuchando majaderías. Y tómese unas vacaciones Mínguez, me da la impresión de que las está usted necesitando.

       —Sabía que usted no iba a entender nada —dijo Mínguez dejando su placa sobre la mesa del comisario e iniciando la salida.

       —No sea estúpido Mínguez, váyase a casa y el jueves nos vemos en el juzgado. Allí podrá usted contar lo que quiera. En cualquier caso la chica era mayor de edad y a usted no puede imputársele ningún hecho delictivo. Pero francamente Mínguez considérelo: lo mejor es que todo esto quede como una conversación de amigos entre usted y yo. Coja su placa; nadie tiene porque saber nada— el comisario quedó con el brazo extendido. Desde la puerta del despacho Mínguez se volvió y dijo:

       —Adiós señor comisario, me voy. Abandono este oficio. Voy a dejar de ser policía. Quiero ser persona. Y a lo peor ni aún así lo consigo. A lo peor es que yo soy un cretino y que esto, el cuerpo, tampoco tiene la culpa de nada. O que ya estoy marcado para toda la vida. Me da igual, pero me quito el traje. El jueves nos vemos en el juzgado señor comisario, pero yo de paisano.

       —¡Mínguez!— bramó por última vez, en un inútil tono de mando, el comisario.

       —Hasta luego— le despidió, como siempre amable, el agente que hacía turno a la entrada de la comisaría.

       —Adiós— dijo él.

       Afuera lucía un día radiante. Había costado; el invierno había sido largo y frío, pero finalmente conseguía vencer la primavera. Mínguez se sentó en el parque. Un tibio sol de última hora templaba la nítida tarde, golpeando los árboles y paseantes en un espectáculo de alargadas líneas de luces y sombras. Aquí y allá muy felices perros paseaban a sus dueños. En un banco próximo una pareja de enamorados se entregaban a dulces arrullos. Una ancianita echaba pan a las palomas. Y en la lejanía, al otro lado de la cúpula protectora que formaban las copas de los árboles, destacando sobre el sordo rumor de la ciudad, se oía el aullido de las sirenas. Mínguez se levantó, y echó a andar hacia ese allí indeterminado, siguiendo la negra dirección hacia el poniente que marcaban las tercas sombras de los árboles.




Fin


Félix Fernández Montes
Abril de 1995



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CON LO GUAPO QUE ERA

 


“Con lo guapo que era este niño y lo fea que se le pone la cara cuando se tuerce”, me decían de pequeño. Y me lo decían una y otra vez ­Venga niño, que cuando te tuerces se te pone la cara muy fea­. Sobre todo mi tía, que era quien se hizo cargo de mí cuando se marchó mi madre a la cuidad en busca de mi padre, que se había largado detrás de una pelandusca que pasó por el pueblo con unos feriantes y nunca supimos más. Así que yo creo que mi padre no se, pero mi madre se debió de morir, porque sino hubiera vuelto o hubiéramos sabido algo de ella por alguno, que escribir no sabía. ­No te tuerzas tanto niño, que se te pone la cara muy fea­. Y creo yo que fue de eso que me quede feo. De la mala suerte de tanto como me lo dijeron, que me fui torciendo más y más, y poniendo más y más feo, y para cuando crecí del todo me quedé tan feo como soy o casi, que creo que de lo torcido se me va poniendo cada vez más y a peor la cara esa de feo que se me ponía desde que era pequeño. Y no se si fue de eso: de ser tan feo que me quedé tan torcido o si de ser tan torcido que me quedé tan feo, porque al final me quedé tan torcido como feo. Que ya de niño andaba siempre con la cabeza llena de malos pensamientos y haciendo maldades: que si cegar palomos, robar nidos, tirar a gatos,  reventar lagartijas, atar teas a la cola de los perros..., todo maldades. Me creo yo que de la pura rabia de ser tan feo. Y eso que de niño da más igual que luego, cuando vas a mozo y empiezas a arrimar a mozas y se ríen de lo feo que eres —No te tuerzas tanto niño, que se te pone la cara muy fea—. Y mientras los otros chavales de mi quinta empezaban a ajuntarse con las muchachas yo andaba siempre solo por ahí como alma en pena por el campo y siempre torcido, siempre con la cabeza llena de maldades. Como cuando tiré al pozo el gato de mi tía. Y eso que el animalito nunca me había hecho nada sino al revés, que era un gato bien majo y cariñoso, y cada vez que me veía venía zalamero a frotarse entre mis piernas. No se bien porque lo tiré al pozo. Supongo que me fastidiaba que mi tía siempre estuviera diciendo lo guapo era que el gato: ­¡Ay que guapo es mi gato! ­le decía­ ¿Quien es el cariño de mama? ¿Cual es el gato más guapo del mundo?­ Así que un día que ella no estaba, cuando vino como otras veces a restregarse entre mis piernas lo agarré, y mientras le rascaba detrás de las orejas, que era donde más le gustaba, me fui sentar con él al brocal del pozo y antes de que se diera cuenta lo tiré dentro. El pozo era bien hondo y como el año era seco el agua estaba baja, por lo que por más que me asome no pude ver nada, pero durante un rato se estuvieron oyendo chapoteos y maullidos hasta que al cabo no se oyó más. Mi tía se volvió loca de buscarlo por todas partes. ­Has visto a mi Nerón­ me preguntaba. Nerón era como se llamaba el gato. Y yo le decía que no, que no sabía nada. Ella salía todas las noches a la puerta de la casa a llamarlo ­Nerón, Nerón­, le llamaba ­gatito, cariñito de mamá, vuelve Nerón, ¿donde estas, Neroncito?­ y le dejaba pellejos de pollo y cosas de comer que le gustaban. ­Que gato tan malo. Ya veras como vuelve todo flaco, lleno de pulgas y mataduras­. Y yo torcido como estaba le decía que sí, que seguro que volvía, que estaría por ahí de gatas, aunque bien sabía que no iba a volver nunca, que Nerón estaba ya bien muerto ahogado en el fondo del pozo. Y luego al poco mi tía se murió también. Enfermó y empezó a arrojar y a irse del vientre todo el rato. Y cuando vino el médico dijo que eso sería de algo malo que habría comido, le dio unas medecinas y le dijo que bebiera mucha agua para no quedarse seca del todo y no comiera más nada hasta que se le pasara. La medecina se acabo. Y más agua que bebía para no quedarse seca, más que se iba y más se secaba. Que parecía una fuente echando sin parar pura agua sucia. En el pueblo todos decían que eso era de la pena de haber perdido al gato que tanto quería, pero yo sabía que no; que lo que la estaba matando era el beber y beber todo el rato el agua del pozo envenenada con el gato muerto. Para cuando el médico volvió al cabo de unas semanas, que no había más que ese para todos los pueblos de los alrededores, ella, que ya era bastante seca de lo suyo, había acabado de secarse del todo y se había muerto. Así que fíjese señor si andaba ya torcido desde pequeño. En cuando la enterramos tardaron poco los parientes en rebuscar sus ahorros, y lo revolvieron todo que hasta las baldosas del suelo de la cocina levantaron, pero no encontraron nada. Porque a la de antes, presintiendo que ella se moría sin remedio, ya me había encargado yo de cogerlos y los había escondido bajo una piedra por el camino a la ciudad, bien lejos del pueblo para que nadie fuera a encontrarlos. Así, cuando pasó un tiempo para que no sospecharan, me marche yo también a la ciudad diciendo que iba a buscar a mi madre.  Cuando les dije, como ninguno quería ocuparse de mí, aunque sabían como yo que mi madre ya debía de estar tan muerta como mi tía y como el gato, porque no me arrepintiera, juntando entre unos y otros me dieron bastante dinero para el viaje.

         Así entre lo de mi tía y lo que me dieron ellos llegué a la ciudad con un montón de dinero. Por lo menos eso creía yo, que tenía un montón de dinero. Pero enseguida vi que no. En cuanto llegué, al poco me di cuenta que no. Que en la cuidad eso no era para nada un montón de dinero. Porque allí todo costaba, por dormir, por comer, casi hasta por respirar te cobraban, y en seguida me quedé sin blanca. Hice por buscar trabajo pero nada. Me creo yo que era por lo feo de la cara de torcido que nadie me quería para trabajar con él. Aparte que se me habían de notar las pocas ganas, porque a la verdad que para lo del trabajo siempre he sido más bien flojo. Y es que enseguida me canso de hacer cualquier cosa, menos maldades, que de hacer maldades parece que no me cansara nunca. Así que sin dinero y sin trabajo cada vez me fui torciendo más y más, y poniendo más y más feo. Y así anduve un tiempo, a la perdida por las calles, todo cochambroso, y disputando para comer a los mugrosos como yo lo que otros tiraban por malo. Amén de ir también sacando con lo que pillaba aquí y allá cuando se despistaba la gente o no miraban los tenderos. Que era robar, pero torcido como andaba ni me remordía nada la conciencia ni me preocupaba lo más mínimo excepto por que no fueran a pillarme. Hasta que paso lo de el ultramarino. Que me sorprendió el buen hombre cuando le descuidaba una lata de sardinas y en vez de darme una paliza o denunciarme como hacían otros, se ve que de verme tan feo y tan flaco como estaba, como era un buen hombre le di lastima, y me ofreció que le  ayudara en la tienda a cambio de la comida y algo de dinero que me daría, el tonto. Que es caso que tan bueno como era lo debía ser de tonto, por que de no serlo se habría dado cuenta de lo torcido que yo andaba por entonces y hubiera tenido buen cuidado de no dejarme ver donde escondía el dinero. Todos los días a la del cierre, agarraba con lo que hubiera en la caja, se metía en la trastienda, y como ni se molestaba en echar bien la puerta, le veía como sacaba de un hueco tras unos libros de cuentas una caja de cartón, así como las de los zapatos nuevos, guardaba en ella la ganancia, la volvía a esconder tras de los libros, y al final de la semana lo llevaba al banco todo junto. Así que me fijé de para cuando tenía la costumbre de hacer la mudanza del dinero y esperé porque venían ferias, lo que convenía al negocio, y un día antes de que fuera a llevar el dinero, para que hubiera lo más posible, aprovechando que me dejo solo un rato en la tienda, agarré con todo lo que había en la caja de cartón, y enfilé para las afueras corriendo de camino a otro lugar antes de que volviera. Y si no fuera por lo torcido que estaba me hubiera dado lástima el viejo. Que a la verdad se había portado la mar de bien conmigo. Y que no tenía más defecto el hombre que el de ser tan bueno. Que creo yo que era de ser tan bueno que había acabado volviéndose tan tonto. Que tenía que serlo para haberme dejado solo sabiendo que yo sabía donde guardaba el dinero. Que sólo de ver lo feo que era, tenía que haber adivinado lo torcido que estaba. La caja la dejé otra vez escondida en su sitio por que no la echara en falta en seguida, tardara en recelar si no miraba dentro, y entre unas y otras me diera vuelo a que me perdiera lo más posible. Que me daba a mí que el viejo con todo lo tonto y  bueno que era, esa no me la perdonaba. Con lo que a la noche yo ya andaba bien lejos. Y así anduve durante unos días,  caminando a otro lugar que no sabía ni donde, por los caminos más apartados que encontraba. Rodeando los pueblos cuando los veía, porque de seguras que el viejo me había denunciado y me estaba buscando la justicia, y por lo feo a la fija que me reconocían en seguida. Y como había salido con lo puesto, aunque las noches las pasaba bajo alguna peña que tuviera cobijo, y procuraba taparme lo más que podía con ramas y hojas secas, me pelaba de frío. Amen del hambre que pasaba, que no comía otra cosa que lo que pillaba por los huertos que encontraba, y de tanto comer solo verduras y hortalizas se me iba poniendo una cara de acelga, que yo creo que sumada a lo feo que ya era debía de dar espanto. Y así andaba, llevando mis buenos dineros en los bolsillos, pero pasando hambre y otra vez hecho un mugriento y un desdichado, más solo que la una por los campos.

         Hasta que un día, por uno de esos caminos de Dios, que ha saber por donde estaba, me encontré con otro que también iba de acá para allá de vagabundeo, pidiendo limosna a cambio de recitar en las plazas y a la puerta de las iglesias de los pueblos unas coplas que se sabía, y me uní a él. Eso me alivió en algo, porque él tenía dos mantas y como ya no era invierno del todo le sobraba y me dejaba una. Cuando avistábamos un pueblo, por el miedo que tenía a que me anduvieran buscando, le esperaba a las afueras y él se iba a limosnear con su murga. Y con lo que le daban comíamos los dos a cambio de que yo le diera antes algo de mi dinero. Que siempre le decía que era lo último que me quedaba, no fuera a ser que le diera la codicia y me la jugara. Y así no íbamos mal, hasta que me recelé que el tío debía de sospechar que yo tenía algo con la justicia, porque a cada rato preguntaba queriéndome sonsacar porque no entraba nunca a los pueblos. Yo le decía que como era tan feo eso espantaba el negocio. Pero él me decía que no, que ser feo era bueno para la limosna, porque la gente comprendía que tan feo uno no podía hacer más y le agarraba la lástima. Pero yo, que nada. Y él cada vez más receloso. Y sobre todo de ver que no se me acababan, las perras. Y venga de preguntar en cuanto tenía ocasión, y yo nada. Y eso fue lo que le acabo de perder. El ser tan preguntón, y estar queriendo siempre sonsacarme, metiendo las narices en donde nadie le llamaba. Porque al final, a mí se me fue subiendo la mosca de que, aunque no supiera, algo se barruntaba, y me empecé a temer que me jugara una mala y me fuera a denunciar por dinero. Así que antes de que me la jugara se la jugué yo a él bien jugada. Que no era cosa de jugársela a medias y me fuera luego a denunciar. Así que una noche, esperé a que estuviera bien dormido, que se le notaba porque cuando caía del todo roncaba como un cerdo el cabrón, y agarrando un pedrusco me fui para él todo sigiloso con el piedrote en brazos. Y como sería que el hijoputa debió de presentir que se le llegaba la última, porque aunque no había hecho ni el más mínimo ruido, en cuanto llegué a su lado y alcé el piedrote, abrió los ojos de  golpe y me pilló sobre él con el peñasco en alto. Que de seguro que fue que lo presintió, que de algún modo supo que le llegaba la última, porque si no dormía siempre como un tronco. Pero de nada le valió el presentimiento, porque no le dio tiempo más que para decir ­¡Joder macho!­ con los ojos muy abiertos, que por la sorpresa ni reaccionó a cubrirse con las manos. Y dejando caer el piedrazo con todas mis fuerzas sobre su cabeza, se la reventé como una sandia madura. Porque como la piedra era tan gorda como podía levantar, se le quedó la cabeza hecha un asco, toda aplastada y con todos los sesos desparramados. Así, que fíjense si por aquel entonces andaba ya más que torcido. Que ni remordimiento me dio, ni la menor pena; sino sólo el asco de tanta sangre al hurgarle en los bolsillos, y luego de todos los sesos mezclándose con la tierra mientras lo arrastraba para esconderlo un poco entre unas zarzas que por allí crecían. Que tampoco me preocupé demasiado de taparlo bien, pues como nadie me había visto con él, que ya me había cuidado yo de ello, no era caso de que cuando lo descubrieran fueran a echarme a mí las culpas. Pero con todo, por si me la fuera a jugar otra vez mí mala suerte, esa misma noche me di boleta y me apresuré a alejarme de allí lo más que pude. Durante un tiempo, por el temor de que alguien me viera y fuera sospechar en seguida, caminaba ligero por las noches, y al llegar el día me apartaba un trecho del camino, buscaba un buen agujero donde meterme y la pasaba durmiendo todo el rato hasta que volviera la noche, que no era cosa de que nadie fuera a verme, tan torcido y feo como de seguro que andaba, por aquellos secarrales todo pelados y tan abiertos. Todo el alrededor lleno de aquel páramo muerto, y el cielo blanco tan seco como los campos,  tan muertos como el gato, como mi tía, como el  coplero, como lo debía de estar mi madre, y como lo tenía que parecer yo. Que de feo, torcido y flaco como me iba poniendo de seguro que tenía que parecerme a la mismísima. Sólo me acercaba a los pueblos si acaso bien entrada la noche por buscar agua, que era de lo que más necesidad tenía, que donde hay pueblo es que hay pozo o fuente y también por ver de robar en algún huerto que estuviese alejado algo de comida; a las gallinas no me atrevía que por los zorros las tenían siempre a la noche bien guardadas en los corrales, y los perros en cuanto me acercaba me olían y empezaban a montar gran alboroto. Hambres pasaba. Hasta bichos llegue a comer de la hambruna que tenía. Y sepan que las culebras y las lagartijas, aún que así a la vista lo parezcan, pasadas por el fuego no están nada malas, que a todo se acostumbra uno cuando la necesidad aprieta; y vaya si apretaba, que hasta saltamontes y escarabajos llegue a comer y coger gusto. Así pasó un tiempo, comiendo bichos, y haciéndome durante el día en mi guarida como un animal, mismamente como una fiera más del campo. Y a las noches andando los caminos por aquel llano  cabrón, duro y seco, que parecía que no se acababa nunca, sin otra compaña que el cielo negro, las estrellas que eran muchas, y ver la luna toda grande y roja cuando salía al principio, que parecía llena de sangre la muy puta y me recordaba la cabeza espachurrada del coplero, para hacerse más blanca y chiquita según subía, hasta quedar como una pequeña moneda de plata cuando estaba en lo alto

         No se yo si con aquello de vivir como una bestia me fui a ponerme más feo aún, o si no podía serlo ya más de lo torcido que andaba desde antes. Pero por aquellas tanto me daba. Porque total, me decía yo, de solateras por el campo como iba, a nadie le iba a espantar mi cara. Y en esta vida de perro andaba cuando una noche me fije que al salir la luna ya no lo hacia al ras, sino que aparecía de media altura, así que me coligé que eso era que por allí debía de haber alguna montaña, y cansado como estaba de aquel llano me puse en marcha hacia allí, pensando que de seguro que no sería peor que aquellos campos asquerosos. Las noches desde aquello se me hicieron cortas esperanzado como estaba de llegar y perder de vista cuanto antes aquellos paramos. Buena razón tenía, que al cabo de unos días se empezaron a vislumbrar unos montes al fondo, y el campo cambió y empezó a volverse más verde y aquí y allá surgían grupos de árboles, hasta que ya todo se hizo un espeso bosque y me metí en el subiendo monte arriba, hasta que tropecé con un regato de agua fresca que bajaba de lo alto y lo seguí no con pocas dificultades. Por que a medida que subía el arrollo se vertía más y más encajado por una  barranquera cada vez más honda y tan angosta que allí abajo nunca debía de dar el sol, y el fondo estaba tan a rebosar lleno de zarzas y malezas que jamás nunca nadie debía de haber pasado antes por allí, porque ni huella ni camino alguno había. Y eso para mí era bueno y malo. Por que raro sería que nadie viniera allí a encontrarme; pero a la otra, el seguir se hacía cada vez más dificultoso a traves de las trochas de los animales, al punto que por veces las paredes se juntaban y no era posible continuar ni metiéndose uno en el agua, que al final acababas dándote con la pared de la que caía con gran estruendo al estrellarse en la poza del fondo, y tenías que volver atrás a ver de por donde subir aquello. Y fue en una de esas veces que encontré el lugar que por tiempo me iba a ser de guarida y escondite. Y es que yendo  por la parte alta de la barranquera me topé con una cueva oculta entre las malezas del bosque de la que salía un manantial, y entrando, así que se me hubo acostumbrado la vista a la oscuridad, vi que el agua corría por un curso bien formado y que el resto del suelo la cueva, que una vez dentro era un bocacho alto y espacioso, era de arena seca. Así que me pareció que aquello era buen sitio para ocultarse alguien que estuviera tan feo y tan torcido como yo lo estaba, que nada quería con la gente, no me fueran a denunciar después de las maldades que ya había hecho. Viví allí bien a gusto durante mucho tiempo, que a saber cuanto sería, que ni la cuenta de los días que iban pasando llevaba, que poco me importaba a mí si era lunes o domingo, pues para el caso igual me daba tanto fuera un día u otro de la semana que igual tenía que salir a buscarme la comida, porque el agua ya no me faltaba. Y al cabo la comida tampoco, que por allí crecían todo tipo de fresillas, así, tan canijas como la yema del dedo pequeño pero bien dulces y sabrosas, y otros fruticos morados de los que estaba el monte lleno y que también por lo dulce se veía que no eran malos de comer, y hongos que había muchos de esos grandes y carnosos que no tienen laminas por debajo sino como una esponja blanca y dura, que conocía yo como señal de que no son venenosos, y otras cosas que iba probando y aprendiendo que se comían, siempre de a pocos, no fuera a ser que resultaran traicioneras y me hicieran daño. Y aunque más de una vez me puse malo de comer algo que no debía no me morí, porque cuando cataba algo nuevo ya cuidaba de hacerlo a poquitos como digo. También comía huevos que robaba de los nidos y pájaros y bichos y animalillos que pillaba; que menos los sapos, que si que son malos, todo lo que anda o vuela por asqueroso que parezca se puede comer sin miedo a que sea venenoso; hasta las babosas, o las mariposas que acudían a la luz del fuego por la noche, tan tontas que ellas misma venían a  meterse en la lumbre una y otra vez hasta que se asaban; y ya es de asombro el ver como esos bichos estúpidos van una y otra vez a meterse en el fuego, sin cansarse nunca por más que se chamusquen;  mucho tiene que gustarles esa luz para ser ellas mismas la que se den tormento de ese modo, pero al final caían y bien gordas y sabrosas que estaban algunas quitándoles las alas. Pero en seguida me las compuse para encontrar las sendas por las que andaban en sus correrías los bichos más grandes, y me las ingenié para preparar lazos y trampas y tener de todo lo que necesitaba. Y les juro por Dios que no me hubiera movido de allí hasta que me hubiera muerto. Que estaba tan a gusto allí yo solo, y en la cueva vivía tan ricamente, y nada me faltaba sin más trabajos que ir de vez en cuando a recoger algunas cosas y revisar mis trampas por si hubiera caído algo, no se lo fueran a comer los otros bichos,  que el bosque aquel estaba tan lleno de todo tipo de ellos que lo que no te comías tú se lo comía otro enseguida. Tan ricamente si señores, como les digo como un marques; o como un cura mejor, que a mí que se dan todavía más vidorra que los marqueses, porque todo el que tiene para el seminario se hace cura, mientras que marqueses tantos no ha de haber, que yo en mi vida había conocido a nadie que hubiera visto uno, mientras que cura hay en todo pueblo que tenga iglesia. Y juro que no me hubiera ido nunca ya de allí ni vuelto a hacer ya nunca más maldades, que nada quería del mundo sino esa vida tan regalada como de cura que tenía en aquel lugar. Y hasta pienso que por entonces se me estaba quitando hasta algo de lo feo y torcido que andaba cuando llegué.

         Pero no lo quiso la puta mala suerte que me venía acompañando de toda la vida, y apenas habían pasado dos inviernos que llevaba en esas, cuando ocurrió lo de los dos muchachos aquellos. Yo que sé de donde salieron, ni que carajo hacían por aquel lugar tan apartado, creía yo, de ningún lugar cristiano. Calculo que no tendrían los chavales más de once o doce y ya fue mala su suerte de venir a toparse conmigo aquel día cuando andaba a mis trampas. Y también la confianza, que con el tiempo cada día me alejaba yo más de mi sitio siguiendo las sendas de los bichos; porque había visto que río a bajo había una buena poza a donde se llegaban muchos a beber hacia la tarde, y la tomé por costumbre el ir allí a colocar mis lazos. Pero sobre todo la mala suerte otra vez. Que tuvieron la idea los jodidos zagales, supongo por la calor que hacía, de ir a bañarse justo a la poza aquella. Estaban tan callados secándose al sol desnudos sobre una gran laja, que me topé de bruces ante ellos al salir del sendero y ya no hubo remedio. Pues según que me vieron se asustaron tanto, se ve que del aspecto que había de tener de andar viviendo como un animal, que salieron corriendo al escape sin pensárselo dos veces. Y como fuera que yo les cortaba el único camino sensato que tenían para salir de la poza, les dio por treparse por la pared de la angostura en la que la charca se encontraba. Y como yo hice ademán de salir tras ellos, los demonios de chavales se liaron a subir más y más, y se hubieran salido con la suya de no ser porque la cosa se les empezó a poner por más difícil, hasta que uno perdió el agarre y cayendo vino a estrellarse contra las rocas del fondo, tan malamente y de tal altura que ni falta hacía acercarse para saber que ese estaba ya jodido del todo. El  otro, con todo el susto metido en el cuerpo de lo que le había sucedido a su amigo, se quedo allí según estaba, pegado a la pared como una lagartija, tan muerto de miedo, que no se atrevía ni a moverse. Y como no quise yo subir a por él tan alto, no fuera a pasarme lo que a su amigo, desde la orilla de la poza comencé a tirarle piedras. Como por el miedo que tenía el chaval no se movía ni para arriba ni para bajo, aún que estaba alto era un buen blanco y antes o después había de alcanzarle. Que ya por mi maldad de chico en el pueblo, la tenía yo bien afinada con las piedras de tirarle chinazos a los gatos y los perros, y con tanto tiempo por el monte la había afinado aún más de tirar a los pájaros, que estaban la mar de buenos bien asados y esa era la mejor manera de pillarlos. Así que enseguida le empecé a acertar aquí y allá en distintos lugares del cuerpo. Pero como para llegarle las piedras no podían ser demasiado grandes, aunque ya habían de dolerle los golpes, el cabrón no se soltaba por más que le acertara, hasta que con un canto casi redondo que encontré en el lecho del río, así como del tamaño de un huevo de paloma, le pegué de pleno en mitad de la cabeza y cayo al fondo como el otro, sin decir ni pío el desdichado. Y fíjense si para entonces, de la buena vida, se me había enderezado algo lo torcido, que  hasta sentí lastima de su mala suerte de haberse topado conmigo y ni me quise acercar a ver como habían quedado. Ni por registrarles por si llevaran cualquier cosa que pudiera serme útil, algún rozo de cordel, o un cuchillo que el que yo tenía estaba ya más que jodido, todo mellado y comido de sacarle el filo con las piedras; porque dinero de seguro que no iban a tener los chavales, pero una navaja si que era fácil que tuvieran encima que es algo que siempre se lleva cuando uno anda por el monte. Pero ni me acerque a ellos por lastima como digo. Así que miren si yo andaba mejorado de lo mío. Y tuvo que ser otra vez la mala suerte que siempre me ha acompañado, desde que de pequeño me empecé a torcer y poner tan feo. Que si no, los chavales, maldita si tenían por que haberse topado con migo, y a saber que les hubiera deparado a ellos su propia suerte, que por ser tan jóvenes la tenían aún toda por delante. Pero tuvieron que toparse con la mía, con mi perra suerte, que más que negra de tan mala se acabo por volver roja, de tanta sangre como a cada dos por tres causaba. Porque de allí tuve que volver a huir, que a buen seguro que a los chavales iban a buscarlos por todo el monte, y en esas seguro que acababan encontrando mis huellas, que eran imposibles de borrar de tanto como había andado, trampeando de aquí para allá, por aquellos lugares en aquellos dos años.

         Así que otra vez esconderme por el día, y a correr los caminos por las noches y a volverme a torcer del todo. Porque como necesitaba ropa, no me fueran a ver y recelar así como iba, vestido sin más de harapos y remiendos de pieles como un salvaje, lo que hice en cuanto atravesé aquellas montañas y baje a los prados del otro lado, fue darle mule al primero que encontré: un campesino que andaba podando unos frutales que tenía por lo alto, allí donde aún no se acababa el bosque del otro lado. El hombre se quedó asombrado al verme, que sí que debía de ser cosa de pasmo el verme tan sucio y feo y vestido así de andrajos y remiendos de conejo como andaba. Pero no anduvo fino de olfato y dejó que me acercara sin temor más de lo que le convenía. Porque según yo le había visto ya llevaba escondida la del corazón entre los harapos, con el cuchillo por el puño bien cogido. Y mira por donde que esta vez me fue buena la suerte, que el hombre, aunque algo más pequeño que yo, tenía la ropa grande. Y sobre todo los pies, que la ropa siempre se la podía uno poner aunque estuviera algo apretada y si por algún sitio se reventaba se hacía un apaño, pero el tanto andar como yo andaba con unos zapatos que te hicieran daño no era cosa de risa. Y después de aquello ya no hubo más que hacer. Que se me dio a mí que de torcido y feo ya del todo como iba, nadie que se tropezara conmigo había de quedar vivo, y a todo el que me vio lo fui matando de una u otra manera. Que no se ni cuantos debieron ser, que hasta perdí la cuenta de mis muchos crímenes a lo largo de los años que anduve por aquí y por allá de escondida, pero a lo que colijo más de doce. Hasta dos mujeres mate que me encontré un día. Eso si, que juro que antes de matarlas ni después las toque ni las hice más nada. Que sólo quería yo que nadie que me conociera me fuera a denunciar. Y razón tenía como se vio luego, que andando andando me di con unos grandes montes y subiendo hasta lo más alto, por ver desde allí que se divisaba, me topé de golpe con algo de lo que había oído hablar pero que nunca antes había visto. Y era que desde allí arriba, como el día estaba claro, se veían muchos pueblos y una ciudad que era a lo que de lejos parecía la mayor que antes hubiera conocido. Pero no fue eso lo que me lleno de sorpresa, sino que todos los campos de ese lado de las montañas terminaban en una línea que se alargaba retorciéndose a uno y otro lado, dando vueltas y revueltas hasta donde alcanzaba la vista, y de allí para adelante ya no había más nada sino un enorme llano azul. Como otro cielo sin más todo lo que quedaba de la línea para delante. Pero como lo sabía de oídas, en seguida me di a pensar que aquello tenía que ser el mar, y que todo aquel azul no podía ser otra cosa sino eso: el mar todo él lleno hasta arriba de agua. Para ustedes a lo mejor, que lo conocerían desde niños, no les dice nada. Pero yo les juro por mi madre, que en la gloría esté, que nunca había visto nada semejante, y que me quedé completamente pasmado de ver de golpe tantísima agua junta en el mismo sitio. A quien esté acostumbrado mi asombro le parecerá cosa de risa, pero para el que no lo ha visto nunca antes aquello es una grandísima barbaridad, y más si se lo encuentra uno como yo me lo encontré de golpe y desde aquella altura. Que desde allí se veía hasta donde se acababa mundo, porque al final, a lo lejos lejos, el agua se juntaba con el mismísimo cielo. Así que yo creo que fue por la gran gana que me entró de acercarme a ver de cerca aquello y tocar toda esa agua y probar si era verdad que estaba salada como se decía, que me empecé a colegir si no sería mejor esconderme en aquella cuidad que veía orillada con el agua. Que por lo grande habían de vivir allí un montón de gentes, y perdido entre ellos y ya vestido como iba por entonces como persona, si me lavaba bien, me cortaba el pelo y me afeitaba las barbas, para quitarme lo feo a lo más posible, raro sería que entre toda aquella gente nadie fuera a fijarse mucho en mí. Mal pensamiento fue el mío, ahora lo veo. O también otra vez mi mala suerte que me la volvió a jugar buena haciéndome creerlo. Tanto da ahora lo que fuera. El caso es que me fui para allá sin más pensarlo; y me creo yo que era más que la querencia de volver a vivir con las personas, que bien a gusto que andaba yo de solateras a lo mío, de las muchas ganas que me entraron de tocar y ver de cerca aquella agua, que de tan azul que desde allí se veía parecía mismamente otro cielo. Así lo hice, me rapé, me lavé y me quite lo feo lo mejor que pude; y tras un par de noches de marcha me metí de lleno en la ciudad, que era aún más grande que lo que de lejos parecía, porque casi otro día entero tardé en cruzarla toda. Y aunque andaba más que azorado entre tanta gente después de todo el tiempo que llevaba de andar solo, como nadie parecía fijarse en mí me fui derecho al mar, siguiendo siempre hacia donde se mete el sol, que desde arriba había visto que era por donde se encontraba, sin reparar en más nada que en llegar cuanto antes al agua aquella. Y que bueno fue el encontrármela de pronto, porque desde que bajé del monte y hasta entonces había dejado de verse. Aunque desde que entre en la ciudad ya se presentía; que había todo el rato en el aire un olor que no era a nada que yo antes hubiera sentido, pero que algo me decía que otra cosa no podía ser sino el olor del agua dentro del mar. Algo así como el olor a la tierra después de la tormenta, como a hierba mojada, como a musgo de charca, pero distinto. Yo no se a que, ya digo, porque nunca antes lo había sentido, pero era un olor como a limpio y me gustaba. Y como fuera, que según avanzaba por las calles el olor aquel se iba haciendo más y más fuerte, yo me daba más y más prisa sin pararme a pensar si llamaba la atención ni nada, sino solo en llegar allí antes de que se metiera el sol y ver aquello aún a la luz del día. De modo que casi corría cuando me lo encontré de golpe al salir de una calle. Que cosa tan grande es el mar señores. De verdad que aquello era lo más grande que yo había visto en mi vida. No se ustedes pero a mí, cuando me topé con él, allí mismo, tan cerca que lo hubiera alcanzado con una piedra, el corazón me empezó a saltar dentro del pecho, tan fuerte que parecía el de un caballo cubriendo la yegua; y que se yo que carajo me pasó entonces al ver aquello, que sin saber porque arranque a llorar como un niño. Y allí me quedé pasmado, mirando el mar sin moverme de aquella esquina, llorando como un mocoso, hasta que una señora que pasó se fijo en mí y parándose sacó de su bolso una moneda y me la dio sin más, sin que yo pidiera ni le dijera nada. Ya me dio vergüenza aquello, que yo nunca y entonces tampoco había pedido nada a nadie ni vivido de limosna, que siempre lo que tuve a las buenas o a las malas me lo había ganado yo, pero sorbiéndome los mocos y agachando la cabeza, por que no me viera mucho lo feo la señora, cogí la moneda le di las gracias y en cuanto se marcho me fui para el mar. Que cosa de maravilla era aquello señores. Toda aquella agua que iba y venía despacio, llegándose con un rumor tan suave como el del aire del verano cuando soplan las ráfagas ligero entre las hojas de los árboles; y según se iba vuelta de nuevo, deslizándose una y otra vez sin pararse nunca, como si fuera un grandísimo corazón latiendo, yendo y viniendo sobre aquella arena tan blanca y tan fina como nunca había visto, tan finísima que hubiera pasado toda por una criba de la trama más chica sin quedar ni un solo grano. Y todo el aire de la tarde lleno de aquel olor, que ahora ya sabía de cierto que era a lo que huele el mar. Aquí y allá había otras gentes a lo mismo, y unos  paseaban descalzos por el borde, dejando que el agua al ir y venir les mojara los pies, mientras que otros andaba casi desnudos, ellas en sostén y bragas de colores, tan pequeñas que apenas si llegaban a tapar lo justo, y ellos en calzones sólo, tumbados en la arena o jugando en el agua allí donde no les llegaba más que a la cintura,  porque más adentro el mar parecía ser bien hondo, que había alguno más valiente que nadaba por lo dentro y le cubría, y a lo lejos se veía un barco que debía de ser de grande como una casa, de modo que al fondo aquello tenía por fuerza que ser de mucha hondura. Me deje caer sobre la arena y estuve allí sin hacer nada más que mirar embobado durante un buen rato, hasta que el sol empezó a tocar el mar y el agua cambió el color y dejo de ser azul para coger un color brillante, como a metal por sitios, como el brillo de los calderos de cobre cuando están bien limpios si fuera de oro. Yo no sabía que el sol se metiera por el mar, y como tenía para mí que era de fuego me temí que con el agua se apagara para siempre. Pero ya me supuse que no, que al día siguiente volvería a salir del otro lado por detrás de la montaña; y eso era porque, aunque se le viera pequeño por lo lejos, el sol era más grande y más fuerte, más que cualquier otro fuego, más incluso que el mar, y ni toda aquella agua conseguía apagarlo del todo; aunque algo sí que lo mermaba, que desde allí se veía como al meterse en el agua se iba enfriando y se le apagaba un poco su tremendo fuego hasta quedarse todo rojo, en pura ascua, y se le podía mirar sin que te quemara los ojos. Viendo eso ya no lo pensé más y quitándome toda la ropa, y quedándome también yo en calzones como la otra gente, dejando mis cosas en un montón sobre la arena, sin mirar siquiera que dejaba allí el dinero y que cualquiera podía pasar y cogerlo sin más, me fui también yo para el agua. Hay que risa señores cuando el agua del mar llegaba, te mojaba los pies y te quitaba la arena de debajo. Tenías que moverte una y otra vez, porque se te iban quedando enterrados y si no de seguro que acababas entero metido en la arena y con el agua llegándote hasta el cuello, y a cada vez dejabas las huellas de los pies marcadas tan clarito que parecían pintura, con todo los cayos y lo torcido de los dedos igual que eran. No estaba nada fría como pensé que había que ser, acostumbrado como estaba al agua de las charcas de las montañas o a la de la fuente en la que de cuando en cuando me lavaba de pequeño mi tía; y era que como el agua de una olla calentada por la lumbre, aunque era mucha, con el fuego del sol se templaba. Así que me fui metiendo con más gusto que temor, derecho al sol hasta que el agua me llegó a la cintura y allí me detuve no fuera a ser que me la jugara mala, porque con su ir y venir perdía el equilibrio y como no sabía nadar temí que me llevara para dentro, perdiera pie, y me ahogara para siempre. Se me ocurrió para no caer el sentarme en el fondo, y que gran risa y gusto señores estar allí sentado metido todo dentro del agua menos la cabeza. Y aunque con su ir y venir el agua a veces me la tapaba, al poco ello me dejo de asustar. Cerraba bien la boca, porque a la primera comprobé que para beber no valía, que era verdad que estaba bien salada, y dejaba que a cada venida me tapara entero. Y fíjense señores lo que me dio por pensar entonces: que allí metido dentro de toda aquella agua, que a la vista mismamente asemejaba en la tierra otro cielo, se me estaban lavando mis muchos crímenes; que a cada vez que me tapaba el agua me iba limpiando las culpas, que con su ir y venir aquella agua del mar se estaba llevando todos mis pecados; por eso me deje allí de largo, que como muchas eran mis faltas el agua iba a necesitar su tiempo para limpiarme del todo. Fíjense las cosas en las que se puede dar uno a pensar. Y no sé yo si sería o no verdad, pero el caso es que para cuando hice por salir, que la noche ya apuntaba porque el sol hacía rato que se había metido en el agua del todo, me sentía mejor de lo que nunca había estado, menos torcido y hasta diría que un poco menos feo. Allí seguían mis cosas donde las había dejado, que ninguno había tocado nada y hasta el dinero estaba en el mismo bolsillo de adentro que yo le había hecho a la camisa para ello. Luego volviéndome a vestir y cogiendo el zurrón donde lo llevaba todo menos el dinero, que como digo lo llevaba bien oculto junto al pecho, de tal modo que para que cualquiera pudiera hacerse con él había de matarme primero, me encamine de vuelta a las afueras donde de seguro que habría de haber menos policía; amen de irme a ser de seguro más fácil el confundir mi fealdad entre los pobres, que es la gente que vive más en las afueras y son con mucho más a mí que los del meollo, que se les nota  bien distintos aunque yo también tenía mis buenas perras bien guardadas; pero a ellos se les nota en seguida, enseguida se ve que son más finos y elegantes, que van con la ropa siempre nueva, y se les ve también más guapos que los pobres, de seguro que de estar mejor alimentados de toda la vida. Andando estuve le calculo que tres o cuatro horas sin detenerme ni echarme a dormir, ni cuando me encontré con otros también sin casa como yo, que lo hacían sin miedo alguno a la autoridad en la misma calle sobre un banco o al amparo de cualquier soportal, sin más a veces que por colchón unos cartones y por cobija papeles viejos ya entintados. Pero no me quise unir a ellos, que tenía yo mi costumbre de andar sólo y por desconfianza, que no quería que se me arrancase nadie de charla a sonsacarme queriendo saber, o de que según me quedase dormido me la jugara alguno con el dinero que llevaba. Que ya conocía de juntarme con ellos en la otra ciudad que estuve, que con esos no hay que andarse descuidado, que quien como ellos nada tiene que perder nada teme y es capaz de cualquier cosa. Los días estaban por esas en lo más corto por lo que no debía de faltar mucho para que saliera otra vez el sol, cuando topé con unas vías del tren y siguiéndolas me encontré en un descampado en el que habían tirado escombros y basuras, y al amparo de unas maderas rotas, de esas de las de llevar los ladrillos, me eche a dormir. Para cuando me desperté el sol estaba otra vez bien encendido y pegaba fuerte desde lo alto, por lo que calculé ya entrada la mañana. Y aún que estaba otra vez todo repuesto y tan descansado como cuando vivía en el bosque, mal se me hizo el haber dormido tanto y tan sin saber de nada, que cualquiera podía haberme encontrado y delatado y allí me hubieran pillado sin más, durmiendo como un bendito. Y de seguro que ese sueño tan hondo era de lo que el baño en el mar me había limpiado la conciencia, porque de lo normal más dormía yo siempre con un ojo cerrado y otro abierto, tan atento a cualquier ruido que hasta un ratón que anduviera cerca trastabillando o el mismo canto de un pájaro en la noche me alertaban de inmediato. Pero a las claras estaba que nadie había dado conmigo porque por allí seguía sin verse a persona alguna, así que agarre mis cosas y me dispuse lo primero a buscar lugar seguro donde instalarme, que ya había decidido el quedarme un tiempo por aquellos andurriales y el ver de seguir limpiándome de los crímenes con más baños, que a la vista estaba lo bien que el del día anterior me había sentado. Y desandando las vías me metí por unos barrios que se me hacían más a lo mío, la mar de distintos de las elegantes calles del meollo, porque aquí no había coches apenas, y los que había estaban todos ellos sucios y destartalados. Y las calles, que eran de misma tierra, estaban llenas por todas partes de plásticos rodando y todo tipo de basura. Y que decir de las casas, que ni eran casa ni eran nada más que un cosido de cualquier manera de cosas viejas y tablas y cartones haciendo de paredes por si el viento, y un mal techo de plásticos grandes o chapa con piedras encima las mejores por si la lluvia. Por allí lo más que había eran mujeres con sus rapaces, que hombres no muchos se veían, que andarían a sus cosas para buscarse la vida viendo de pillar lo que fuera por el centro para dar de comer a los suyos, que poco o nada se podía sacar de aquel lugar, sino el robar un cacho de suelo donde plantar un techo de cualquier manera. Recorriendo aquello me tiré todo el día sin molestar ni hablar con nadie que allí nadie te preguntaba, y bien disimulaba yo lo mío que todos eran bien feos,  y los niños que corrían descalzos por todos lados bien sucios de mugre y llenos de mocos, y las mujeres gordas y en su mayoría viejas y también feas, a no decir de los pocos hombres que a lo general parecían enfermos, tirados como andaban por cualquier lado sin hacer ni la menor por moverse, y que debían de estarlo porque a más de uno vi que se estaba pinchando en el brazo una medecina, como las que yo había visto al medico poner a mi tía en el pueblo una vez que se agarró unas fiebres malas, que según le pincho el liquido aquel se le pasaron enseguida. Bien podía yo haberme quedado a vivir con todos esos, que aquí o allá quedaban sitios donde levantarme mi chavolo con cuatro tablas, y desde luego que allí si que disimulaba de lo mío, que de ser tan feos a todos se les veía que andaban tan revirados como yo. Pero no me gusto el sitio, que no me eran para nada de fiar sus caras de torcido y temí por mi dinero. Y por que además con tanta mugre como había por todos lados olía tan a sucio que ni se sentía el mar aunque no andaba más lejos que de otros sitios. Y para eso me hubiera quedado yo en mi cueva o buscado otra guarida por ahí, que ya había comprobado que andando andando, no siendo hacia donde se metía el sol que te dabas con el mar y ahí se te cortaba el viaje, a donde uno fuera al final siempre con algún monte te encontrabas. Así que me resolví volver a coger la vía y buscármela donde había pasado la noche anterior; que al final sería mejor, que la basura de allí era más que nada de escombro y cosas secas que ya no apestaban a nada y dejaban que el olor del mar se sintiera. Y allí me afinqué, que dándole vueltas al lugar encontré un buen sitio dentro de una pequeña hondonada que hasta que no estabas encima no veías, y menos cuando la deje preparada tapada con unas chapas que coloqué sobre unos bidones y luego puse bien de escombros y cristales rotos por encima, para que por si alguien se acercaba no le dieran ganas de andar por allí, y luego coloqué unas tablas rotas, así como a la descuidada haciendo de puerta, de modo que no sabiéndolo a nadie se le iba a imaginar que allí debajo hubiera nada. Así durante un tiempo a cada mañana después de salir de mi queo, siempre con buen cuidado de que nadie fuera a verme al salir y descubriera, me iba por ahí en busca de mi comida; y ni dinero gastaba, que descubrí que había un mercado grande por el centro, donde a la del cierre, tiraban todo tipo de cosas todavía en muy buen estado, que se ve que hasta los tenderos por allí debían ser ricos, porque en cuanto lo de comer estaba algo mustio iban y lo tiraban sin más y a nadie le importaba si lo cogías tú y te lo llevabas. Luego me iba derecho al mar, que conocí que andando un rato te apartabas de la gente, y llegabas a una zona en donde el agua quedaba tan al fondo de un gran tajo que parecía que fuera imposible bajar, pero buscándotelas era posible; y allí echaba los días, haciéndome a una sombra o tomando el sol sobre las piedras que se metían en el agua mientras pescaba, como había visto en el puerto que hacían muchos, con un palo al que había enganchado un hilo, con su anzuelo y todo, que me encontré un día enredado en una roca; y ya caía de vez en cuando algún pececillo que, aunque pequeños, bien buenos estaban después de sacarles las tripas allí mismo con el cullillo y pasarlos un poco por el fuego. Pero a lo que más, metiéndome a cada rato en el agua para que acabaran de limpiarse del todo mis pecados, lo que a veces no era fácil, porque si por allí no andaba nunca nadie, a parte de lo dificultoso según donde de la bajada, en esos sitios para nada se encontraba aquella arena fina, sino a lo más unos cantos redondos por los que se entraba al agua con mucha dificultad, y teniendo que andar con gran cuidado de no pisar una bolas con cantidad de pinchos muy largos, finos y afilados, que había muchas y que resultaron ser una especie de bichos del agua, porque tenían por debajo como un montón de patas finas que fijándote veías que las movía, y también chamuscándolos al fuego y chascándolos luego, lo de adentro aunque no era mucho se comía con gusto porque el sabor era como el del mar; luego me enteré en el mercado, donde el pescado, que también se vendían y los llamaban oricios, se ve que de lo que se parecían a los erizos del campo en las espinas, que en lo demás en bien poco se parecían que no tenían ni cabeza ni boca sino sólo como un agujero de culo en la parte de abajo que debía de ser por donde lo hacían todo; y ya había de ser uno tonto o de sobrarle a uno mucho el dinero para comprarlos porque eran bien fáciles de coger los bichos aquellos tan sólo con tener el cuidado de no pincharte. Así las estuve pasando tan ricamente cada día comiéndome lo mío sin gastar apenas nada y limpiando tanto mis faltas con los baños que hasta por veces llegaba a olvidarme de mi culpa y vivía sin miedo alguno a la justicia, y cuando se me venían a la memoria se me hacía que aquello hubiera pasado hacía mucho tiempo, como si fuera algo que me hubieran contado de otros y no fuera yo mismo quien había cometido aquel montón de atrocidades. Fíjense si el agua del mar iba llevándose mis crímenes. Pero no pudo ser, que se ve que hay Dios que no deja que queden sin pagar sus culpas los pecadores y se lo dijo al mar y el mar me dijo a su vez que no y comenzó a rechazarme, y a medida que se acortaban los días empezó a levantarse contra mí negándose a dejarme seguir limpiándome de culpas en sus aguas, volviéndose por días tan violento que resultaba imposible entrar en él porque te golpeaba con gran furia revolcándote contra las piedras del fondo, dándote de golpes con ellas con mucho daño y hasta peligro, que si te cogía mal prevenido a la menor te lanzaba contra las rocas más gordas y bien filosas, que había algunas que por sitios cortaban más que mi propio cuchillo. Yo tenía que haber tomado buena cuenta de la advertencia que el mar me hacía mostrándome tan a las claras su enfado y el que no quería saber ya más nada conmigo. Pero no estuve vivo y no supe o no quise entenderle y me hice como que la cosa no fuera conmigo, hasta que acabe por enfadarme yo con él y deje ya de bajar un día, cansado como estaba de llevarme tantos golpes y cortaduras contra las rocas.
, como

         Y de ahí a volverme a perder fue todo uno, que más me hubiera valido advertirme y largarme de allí a toda prisa volviendo a los montes y los caminos, que ya medio limpio como andaba y menos feo, lo mismo ni se fijaban en mí más que en cualquier otro y no hubiera tenido que matar más nadie; pero no lo hice y me quedé por allí para que otra vez mi mala suerte acabara de torcerme y de perderme esta vez del todo. Y fue que enfadado con el mar como estaba, no me quedó otra que el ocupar los días por ahí de vagabundeo por los andurriales de las afueras, que al centro las menos veces me acercaba por si aún se me notaba algo lo mío; y por matar el rato acabe por juntarme con otros perdidos como yo que se amigaban a las noches más por beber que por hablar de nada, que poco o nada se decían que tuviera fundamento sino solo cuentos de cosas que decían que les habían ocurrido o visto ellos que les habían pasado a otros y no eran más que todo mentiras que se olían de lejos, que enseguida se les pillaba porque con el vino se les soltaba la lengua perdían el razonamiento y en seguida se comprometían con lo que habían dicho antes. Pero lo que había la más de las veces eran peleas entre ellos, por si aquel nunca traía o porque si el uno bebía más que el otro. Ya me guardaba yo de contarles nada de lo mío, que con oírles se veía que no eran para nada de fiar y aunque lo hubieran sido no hubiera yo soltado prenda en modo alguno, que ya me percataba yo que lo mío no era cosa de que lo supiera más que mi menda, a más que yo mismo por entonces me hacía como digo por creer que le había pasado a otro. Y a fuerza de andar con aquellos también yo me fui aficionando al vino, que es cosa que hace olvidar lo que uno ha sido y da alegría mientras dura su modorra. Pero no fue aquello lo que me perdió, sino que por veces se dejaba caer con nosotros una, que a la vista que lo del vino la pirriaba tanto que andaba siempre en ello. No sabría decir yo cuantos años tendría que no era vieja ni tampoco zagala, y si lo era no lo parecía de puro flaca que andaba y toda ojeras y ajada de la vida y de tanto vino que llevaba siempre encima; pero siempre estaba alegre cuando no le faltaba y te alegrabas con ella más que con los otros de las cosas que se le ocurrían, que de todo hacía risa y oyéndola reírse todo el rato acababa por darte a ti también la risa por nada. Yo nunca había sentido antes aquello, sólo si acaso cuando me metí en el mar por vez primera, que aún sin ser triste; que cuando se marcho mi madre de pequeño ni me acuerdo, y para cuando se murió mi tía de lo feo ya tenía seco del todo el sentimiento; tampoco encontré nunca nada que me diera contento a lo torcido. Pero ella si que me lo daba con su constante risa, y me dio otra vez por pensar, fíjense ustedes mi mala cabeza, que peleado como estaba con el mar con esa risa de podía acabar de limpiarme los pecados. Ella era puta, que nada le importaba el contar lo que se hacía con unos y con otros para ganarse con que seguir viviendo, y a más de flaca y puta , tanto como de alegre lo era de fea, si acaso no tanto como yo pero lo era. Pero eso a mí me convenía para lo mío, porque siendo así más fácil veía que se hiciera a convenir en amigarse conmigo. Yo no sabía nada de lo que se tiene que hacer para ajuntarse uno con una, que nunca antes lo había hecho ni lo había buscado, y en eso de los amoríos andaba tan en pañales como un recién nacido, que por lo feo ni de mozo en el pueblo había tenido la menor ocasión con las zagalas, así que por más que lo quería ella para nada se hacía cargo de lo mío, y si lo hacía, que como puta que era ya había de tener su conocimiento de lo que pasa con los hombres, bien lo disimulaba que no me tenía a más caso que a los otros y con todos jugaba y tonteaba de la misma manera. Y menos caso que me hacía y más que se me daba a mí con que tenía que ser mía, y en que había de acabar de lavar mis culpas con ella; porque aunque fuera puta, flaca y fea, por su risa la quería. Pero a ella lo único que de verdad le decía era el vino, que a beberlo nuca hacía ascos por más que llevara dentro. Lo que me dio por pensar que ese había de ser el modo de amigarla conmigo, y que si quería vino quedándome como me quedaban buenos dineros yo se lo daría en abundancia. Así me hice con un montón de cartones, de uno que por que le gustara no era el más barato que vendían, y los deje donde dormía con la intención de llevármela un día hasta allí con ese cebo. Tal fue el mal pensamiento que a la postre acabó por perderme del todo, pero encelado como andaba con la alegre risa de la puta ni me recele ni pensé en nada más que no fuera el salirme con la mía. Y otra vez la mala suerte se avino a mal ayudarme con mi empeño un día que ella llegó antes de que hubiera venido ningún otro, y como a resultas de no haber tenido un buen día venía seca, no me resulto difícil el avenirla para que se llegase conmigo a mi chavolo después de hacerla jurar que a nadie le diría de a donde íbamos. Se desquito allí a gusto de la sed de vino que llevaba, que según entró y vio los tantos cartones que allí había, se le quitaron todos los temores que traía por el camino y en menos de lo que se tarda en contarlo ya había acabado con el primero y estaba abriendo el segundo del que también dio cuenta en un par de buenos tragos. Más amigada ya le dio por hablar y por reírse a cada rato de las ocurrencias que tenía ella  misma dándome gran contento con ello, que era esa risa suya lo que a mí más me gustaba de ella, y con verla así tan alegre que se iba poniendo se me iban aumentando a mí también las ganas de tenerla más cerca de lo que ya estábamos, que era pegados el uno con el otro ya que mi lugar no era muy grande. Estando tan contenta como estaba se metió una mano en el bolsillo y se sacó una pata de conejo que debió de ser blanca en su día pero ya andaba mas bien negra de la mugre de tanto tiempo que tenía, y enseñándomela bien a la luz de la vela con que nos alumbrábamos allí dentro, me la dio a que la tocara diciendo que era esa pata seca lo que le daba su suerte y que la llevaba siempre encima y que era seguro por eso por lo que me había conocido. Me hizo con ello coger más esperanzas de que quisiera algo conmigo, pero como no sabía como hacer para que pasáramos a lo otro, ni me atrevía a ponerle la mano en ningún sitio, que era lo que más quería, no fuera a ser que se enfadara y me dejara, y como ella tampoco parecía darse cuenta para nada de lo mío o si lo hacía bien lo disimulaba, el tiempo fue pasando a la par que los cartones de vino, y con ello a ella se le fue pasando la risa y hablando a cada vez con más dificultad como yo había visto ya que le ocurría otras veces por lo mismo, hasta que al final tendiéndose donde estaba se quedo dormida. Ganas me dieron de montarla allí mismo sin más aprovechando del gran sueño en el que estaba por lo mucho que había bebido. Pero no lo quise hacer por más que lo quería, que a mí lo que me gustaba de ella era su risa, y que para que me sirviera para limpiarme de mis pecados de fijo que habría de ser por las buenas y con su consentimiento, que tenía que querer ella, y no que yo le robara la caricia así inconsciente del vino como estaba; que sería otro pecado y aun que se dice que un clavo saca otro clavo y la mancha de una mora con otra verde se quita, a las claras que los pecados no se borraban cometiendo más pecados. Así que allí me quede encelado como un berraco mirándola sin más como dormía y todo revuelto de tenerla allí a solas conmigo en mi chavolo y tan cerca que su olor de hembra me quemaba como un fuego. No se cuanto tiempo debió de pasar y al final como también yo había bebido lo mío el sueño me venció y me quedé tan dormido como ella. Cuando me desperté ya se había ido dejándome al marcharse la falta de uno de los cartones que quedaban, supongo que pensando que no me daría cuenta, pero yo contar si que sabía, que era de lo poco que había aprendido de pequeño. Poco se me hizo el hurto para el gusto que me había dado el estar a solas con ella toda la noche, y me hice a ni mentarle nada de ello cuando volviera a verla que me supuse que así me convenía mejor para mis propósitos. Y aunque otra vez, de segundas, me sorprendí de que ella hubiera podido irse sin que yo lo sintiera, ya no me extrañé tanto de mi sueño, que enseguida pensé que al igual que a la del primer baño no podía ser sino que fuera verdad que su risa,  como el mar, me estuviera limpiando la conciencia. Me espabilé por la próxima a buscar colmado y reponer enseguida lo que nos habíamos bebido no fuera que por faltar se me arruinara el negocio, y pasé el día sin más pensamiento que el de esperar a que llegara la noche y volver al sitio donde nos reuníamos. Pero aquella noche por más que me esperé solo por ella, que los otros ninguna gracia me hacían ni con sus peleas constantes ni con sus tontas mentiras, no se dejo caer por allí, y ya bien entrada la madrugada viendo lo inútil de mi empeño me marche todo jodido a mi chavolo. Muy mal pasé lo que quedaba de noche, que no pude dormir pensando en ella, y todo el día siguiente, que no podía sacarme de la cabeza si iba a ser que amoscada por haberme robado aquel cartón no iba a volver ya más con nosotros; pero me confundía que a la noche volvió dándome gran contento porque ella parecía también alegre y no hizo ni el menor comentario ni el menor signo de lo nuestro ante los otros como yo le había indicado. Luego se fue antes que ninguno diciendo que había quedado con uno que era cliente y yo la deje ir sin decirle tampoco cosa alguna, contento como estaba sin más de que ella hubiera vuelto. Siguió volviendo algunas otras noches pero siempre, sino uno otro, y cuando no ella misma, traía de beber, y no me ingeniaba yo de como apartarla y decirle que se viniera conmigo sin que los otros se percataran, y a más que no faltándole de beber no me arriesgaba a que me lo negara. Así que no hubo otra que esperar la ocasión de que no hubiera lo que más le gustaba; y fue ella misma la que un día que llegó cuando ya no quedaba de lo suyo, viendo al rato que allí no iba a encontrar lo que quería, dijo que se iba haciéndome antes a escondidas de los otros una seña como de que la siguiera. No esperaba yo más y diciendo que también me iba me fui a reunir con ella a la vuelta de una esquina en la que me estaba esperando. Tan contenta se puso al saber que yo tenía en mi cobijo que agarrándome del brazo como se agarra a un novio o un marido me llevo ella misma a toda prisa, dando un pequeño rodeo por que no fueran a vernos, que ya le había dicho que con ella sí, pero que con los otros no quería compartir más de lo que llevaba cuando lo hacía algunos días, que de seguro que de dejarles en un plis plas daban buena cuenta con todo, y lo mío había de ser tan sólo para ella y para mí, sabiendo que eso era buen argumento para que no contara nada. Aquella noche la pasamos también de risa como la otra y yo feliz de tenerla conmigo y bebiendo hasta que ya no pudo entrarnos más en la barriga, pero esta no quiso quedarse allí diciendo que a la otra había dormido muy malamente por lo incomodo y lo chico del sitio y que tenía cama donde dormirla mejor en casa de una que se lo debía. No me enfadé aunque ello no era lo que me convenía, sino al contrario viendo la borrachera que llevaba encima, que a duras penas se tenía sobre las piernas, me ofrecí a acompañarla a donde fuera, pero no quiso que lo hiciera sino hasta donde acababa el descampado, por la impresión decía que le daba aquel lugar tan oscuro y solitario, y más me parecía a mi que era, al ver lo mal que andaba, por el miedo de irse a dar una trompada con tanto obstáculo como había en la escombrera. A los dos traspiés vio que tal que iba de poco le valía el llevarme del brazo como a la ida, y agarrándome por encima del hombro me dijo por disimular que tenía frío y que la agarrara yo por la cintura. Nunca me había encontrado en esas hasta entonces y que efecto me hizo. Ella era flaca como ya les he dicho por lo que mi brazo le daba la vuelta por entero llegando con la mano hasta ponerla sobre su tripa, que era de beber lo más redondo que tenía, allí bajo el ombligo, tan cerca de lo otro que enseguida lo mío de abajo empezó a crecer y se puso tan duro que me dolía. Como yo estaba fuerte del mar y de andar por los montes y ella apenas pesaba nada la lleve casi en volandas por el descampado, eso si dando las más vueltas que podía por evitar los obstáculos decía, pero a la verdad que era porque aquello durara lo más posible, de tanto como me gustaba llevarla así apretada contra mi cuerpo sintiendo todo su olor a mujer tan fuerte y poderoso que me llevaba a pegarme a ella lo más que podía. La deje allí donde acababa el descampado porque viéndose en terreno llano no quiso ya que la siguiera de ningún modo por más que hice por convencerla diciendo que las calles a esas horas de la noche por aquel lado se ponían peligrosas, y más estando ella como estaba, y más siendo como era una mujer joven y apetitosa como yo la sentía, pero no hubo modo y enseñándome otra vez la pata seca del conejo me dijo que ella se tenía a bien guardada con su pata de la suerte; y era que de seguro que no iba a casa de ninguna, sino a buscárselas por las calles con cualquiera que encontrara con las ganas de lo mismo que yo tenía, y por eso no quería que la siguiera acompañando. Pero yo no quería pagar, aunque tenía mi dinero, que nada valdría para limpiar mis pecados el hacérmelo con ella con dinero, si no el que de su muto propio ella quisiera. Y allí me quedé todo dolor en los bajos y todo lleno de ese olor de su cuerpo que me tiraba a ella tan fieramente como a las mariposas la luz de la hoguera. Y que gran verdad que lo mío era ya igualito que lo que le pasaba a aquellos bichos, que habiéndole catado la cintura, y después de haber palpado con mi mano su redondez del vientre y de las ancas con el disimulo de fingir de vez en cuando algún tropiezo, ya no pude quitarme la querencia de volver a ella una y otra vez buscando su calor por más que me quemara. Y como las mariposas a la lumbre estaba fijo que al final había de asarme en ella del todo. Mismamente igual que aquellos bichos, igual de tonto me comporte con ella. Fíjense bien señores, si en algo puede servir a otros la experiencia de uno como yo, que hay amores que matan. Y es que darme a pensar que un fuego como el que ella guardaba para otros allá abajo, que nada quería conmigo sino mi vino, iba a borrarme mis culpas y sacarme de mi mala vida, sin duda que como se ve fue una gran majadería. Que para el que había talegado tanto cometiendo tantos crímenes como yo lo había hecho no hay remisión ninguna ni posible perdón de sus pecados. Pero yo entonces no pensaba para nada en eso cegado como estaba por el calor de la risa y el olor de ella. Como las mariposas a la lumbre. Así que no me quedó otra que volver y volver a buscarla cada día y tratar que se viniera hacia lo mío cuando la veía, pero ella se mostraba muy remisa cuando lo hacía, que fueron pocas ya, porque de esa empezó a estar con nosotros a cada vez menos, y cuando le pregunte a los otros uno me dijo que debía de tener un lío porque varios días la había visto con uno que era siempre el mismo. Mucho me dolió saber aquello, que el que anduviera con unos y con otros para nada me importaba, pero con uno sólo me quitaba a mí las oportunidades y más cuando al final dejo de aparecer del todo donde nos reuníamos. Muchos días seguí yo yendo allí junto a los otros a buscarla, pero no hubo caso; y cuando al final lo comprendí, que ella se había buscado ya otra gente, me di a recorrer las calles a las noches, como las mariposas a la luz como les digo, por ver de tener la suerte de tropezarme con ella en cualquier sitio, y otra vez fue aquello un mal pensamiento que la suerte hubiera sido el no volver a encontrármela nunca como luego se demostró. Así aunque al tiempo me entregué a la idea de que ya no iba a encontrarla para nada me consoló, pues seguía de fijo pensando en ella a cada rato, que se me había quedado tan adentro que no conseguía sacarla de la cabeza, y apesadumbrado como estaba deje de vagar por las noches y las pasaba yo sólo bebiéndome mi vino en mi bohío que no quería saber de nadie con mi pena, hasta que ocurrió la fatalidad de que ella volvió un día. Era ya tarde por la noche y yo había bebido ya lo mío, lo que debió de ayudar a que pasara lo que me pasó con ella. Que fue que según estaba tranquilo bebiéndola, note ruidos como de alguien que se acercaba y luego sentí como apartaban las tablas que tapaban la entrada. Previniéndome agarre enseguida el cuchillo y me dispuse a dar la muerte a quien fuera, pero al ver que era ella se me pasaron todos los recelos y me entró una gran alegría el pensar que después de tanto tiempo la había recuperado. Pero no me duró más que el tiempo de verla mejor a la luz de la vela con que me alumbraba, que enseguida me percate que venía toda llena de morados y mataduras y era de que alguno le había dado una buena paliza. Mucho me dolió queriéndola como la quería el verla en ese estado, pero también me dio contento el saber que había acudido a mí aunque solo fuera buscando el consuelo de  mi vino, del que empezó a beber sin consolarse nada ni que le diera el menor contento como otras veces, sino sólo el decir y repetir que el que la había pegado era un hijo de la grandísima puta y que esa no se la perdonaba porque no era la primera vez sino que ya eran muchas las que se la había llevado del mismo. Pero por más que le quise el sacar el nombre diciendo que si ella quería yo lo escarmentaba para siempre no soltaba prenda de quien era; y no porque fuera a tener miedo de que después él volviera a tomarla con ella, que ya le decía yo bien a las claras que si se encontraba conmigo ese no iba ya a volver a pegar ni a ella ni a más nadie porque ahí mismo se le acababa su vida, sino más bien, a lo que me fui dando cuenta, porque aunque le guardaba rencor por lo que le había hecho y no paraba de insultarle y cagarse en sus muertos, le seguía teniendo estima y no quería que yo le hiciera nada malo. Pero no fue eso lo que me dolió y me enfureció tanto como para hacer lo que hice, sino que ateniéndome a la rabia en la que andaba con ese por el momento, me envalentone y aproveché para contarle como pude lo que yo tenía con ella. Y que malamente reacciono, porque según le dije que se olvidara de aquel, que de seguro que tenía que ser mala persona para andar tratándola de aquellas maneras y que a buen seguro que lo iba a seguir haciendo, porque quien es tan cobarde como para pegar a las mujeres no iba a cambiar de ninguna de las maneras, se fue revirando más de lo que estaba y empezó a insultarme a mí y a decirme que yo no era más que un cabrón como todos los hombres. Yo protesté defendiéndome como pude haciéndole ver si no me había portado siempre bien con ella pero de nada me valió, que siguió tomándola conmigo diciendo que yo no era más que un mierda, un mugriento, un pobretón y un colgado. Entonces yo tan encelado como estaba por ella después de tanto tiempo de desearla sin resultados, me jugué la última y le confesé que tenía dinero escondido y que la quería, y que si ella me quería también un poco a mí o se conformaba conmigo aunque no me quisiera me casaba con ella. Y eso fue lo peor, porque según lo oyó le dio una enorme risa y no paraba de reírse y reírse en mis barbas de lo mío con fuertes carcajadas haciéndome gran tormento, que no era para nada esa risa suya de otras veces que tanto me gustaba sino una risa sucia y mala que me dolía en lo más hondo del alma. Luego, cuando consiguió parar, que tardo un rato, se quedó mirándome sin poder apenas contenerse y lo soltó: ­“Ay hijo no me mires con esa cara que te pones la mar de feo cuando te tuerces”­ y se le escapó una gran risotada. Le asesté una cuchillada en mitad de la barriga, allí en el mismo sitio donde aquella noche me había perdido poniéndole la mano y me aparté dejándole el cuchillo clavado hasta el fondo en lo redondo. Ella miró el mango del cuchillo saliendo derecho de su tripa y luego me miró a mi con una cara de sorpresa que les juro que por más que viviera no iba a olvidárseme ya nunca y se quedó allí sin moverse ni quejarse ni hacer otra cosa que mirarme con esa cara de pasmo que les digo. Yo me incline sobre ella, la besé en la boca mientras le sacaba el cuchillo despacito y luego se lo volví a clavar rápido, esta vez justo en el corazón, antes de que le viniera el dolor para que no sufriera. Les juro a ustedes que mucho me trastorno aquello, que yo ya había matado a muchos pero nunca a nadie que quisiera, que nunca antes a nadie había querido, si acaso a mi madre pero era tan pequeño entonces que ni me acuerdo de ello. Y el verla allí, toda llena de sangre y tan difunta por mi propia mano como estaba me trastorno del todo porque la seguía queriendo. Ya había matado otros como les digo pero matar a quien se quiere es con mucho el peor de todos los crímenes que pueda cometer un hombre, y viéndola tan muerta como estaba me dije que ahora si que ese era el fin de mis pecados, porque con matarla a ella había matado mi única esperanza de salvarme y era como si me hubiese matado a mí mismo. Muerta ya como estaba no se me ocurrió mejor que dejarle aquel lugar de sepultura y salir de allí llevándome a lo más posible todo lo mío y lo que no desparramarlo de aquí para allá por la escombrera por no dejar más rastros de mi que el cuerpo de ella, pero antes de salir me entretuve en mirarle en los bolsillos por ver si llevara algo que me comprometiera, pero lo único que llevaba consigo era la suerte de la pata seca de conejo, pero de nada le había valido contra la mía su amuleto, que se ve que mi mala suerte era más fuerte que ninguna y no había pata de conejo que valiera con ella. Luego me fui dejándola allí tumbada bajo de una manta que le eché por encima porque me estaba partiendo el alma verla así llena de sangre mirándome desde la muerte con esa cara que no se me olvida, y dejándole la vela encendida por que me dio no se que el que se quedase a oscuras. Tapé muy bien la entrada con las tablas,  amontone sobre ellas los trozos de escombro más grandes que pude mover y me marché de allí con más pena de la que había tenido nunca, apretando en el puño la pata del conejo con mucha rabia y fuerza, como si hubiera tenido la culpa de lo sucedido por no haberla prevenido contra mí y haberla traído de vuelta aquella maldita noche conmigo. Desde entonces no hice más nada sino vagar por las calles por el día, más muerto que vivo como les digo que estaba, y a las noches tratar de dormir en cualquier sitio donde fuera, que ya nada me importaba si me cogían o no, que cuando uno está ya muerto aunque aún le quede vida nada le importa perderla. Y así fue que no habían pasado muchos días cuando calló sobre mí la justicia, porque ella le había contado al otro donde me escondía, que a lo visto habían planeado juntos de pasarse por allí un día, a la que yo no estuviera, para llevarse mi vino, y echándola él en falta se llegó hasta mi sitio por ver si era que tras la paliza había venido a amigarse conmigo y allí, que por el olor tuvo que ser, la encontró y me denunció enseguida, y aunque ni nos habíamos visto nunca ni sabía más de mi que lo que ella le hubiera contado, estando otra vez del todo torcido y más feo de lo que lo había estado nunca, en cuanto que me vio la policía vagando por la ciudad sospecho de mí y enseguida que me encontraron la pata del conejo, que aún llevaba conmigo y que a mí tampoco de nada me había servido más que para inculparme, me detuvieron y me metieron en la cárcel donde he estado hasta ahora que me sacaron para que le cuente a ustedes todo, lo mismo que ya les conté a ellos cuando me preguntaron.

Así que ya ven que lo mío de venirme hasta el mar y de quedarme aquí por ver si limpiaba mis culpas no fue para nada un buen pensamiento sino al contrario una grandísima tontería, pero lo fácil es verlo ahora que me encuentro aquí confesándome del todo con ustedes porque no me queda otra, y porque total ya va a dar lo mismo, que tanto da uno que ciento; pero mejor me hubiera ido de seguir como andaba, a la mía por los montes procurando no ser visto, y dando mule a quien lo hiciera. Aunque cualquiera sabe si con esa suerte mía, no estaba de Dios que me acabaran cogiendo antes o después de cualquier modo. Cualquiera lo sabe, y a la verdad ya no me importa lo más mínimo. Que al perderla a ella me quedé sin esperanza ninguna y cansado de tantas muertes como había cometido; y después de lo suyo, el seguir matando se me hacía gran un trabajo. Que lo hay quien se muere sin más, un buen golpe en la cabeza, o una limpia cuchillada, y cae muerto como un bendito, pero también lo hay que no; que hay el que se resiste y se agarra a la vida como un desesperado y no quiere morirse de ninguna de las maneras, y aún que ya le hayas pinchado bien pinchado, sigue peleando y luchando por no morirse, y tienes que darle tantas cuchilladas para lograr matarlo del todo que lo dejas como un colador, hecho un asco y con todas las tripas saliéndosele por los agujeros de la barriga. Y aunque uno se acostumbra a todo cuando vienen así resulta sucio y un gran trabajo, sobre todo para uno que está ya también muerto como yo lo estoy aunque me vean aquí contando toda mi vida para ustedes. Que como se puede ver es una vida bien triste la mía y sin más fundamento para lo que hice que el de haber sido tan feo. Así que ya no busquen más culpables para todos esos crímenes, que ya les confieso yo a las buenas que fui yo mismo el que causó todas aquellas muertes y ningún otro; que siempre he estado sólo desde toda la vida y a las pocas que encontré alguien que se hiciera a amigarse conmigo lo maté como lo hice con el gato de mi tía, con el coplero y como lo hice con ella; a sí que nadie más que yo me ayudó nunca a cometer tales desmanes. Y aunque ahora cuando se sabe todo hay quien dice que eso fue lo que lo provoco, la mucha maldad que desde chico llevaba por dentro ya les digo yo que no, que no fue sino mi negra suerte de ser tan feo lo que me acabo de torcer. Y que si lo confieso todo de buena gana no es buscando clemencia a mi castigo, que tanto me da el que decidan ajusticiarme o encerrarme de por vida, que como les digo ya no me queda ninguna, que la acabe de perder el momento mismo en que la maté a ella.


FIN
Original de Félix Fernandez Montes
9 de julio de 2006